Santiago Castelo, en quien tanto he
aprendido a amar a los pueblos hermanos de allende el Atlántico, me dijo
en cierta ocasión que un español que no conoce América (y no se
refería, claro está, a los bárbaros del Norte) es tan sólo medio
español; y la verdad de esta sentencia he tenido luego ocasión de
comprobarla cada vez que he visitado América, donde siempre he hallado
la ocasión de sentirme español completo, fundido en una igualdad
esencial que hace más gozoso el valor de la diferencia. Escribía García
Morente que «en la historia de España la salida a América, la conquista y
civilización de América, no constituye un accidente más o menos
fortuito, más o menos hábilmente explotado, sino un rasgo que
necesariamente brota de lo más profundo del alma española». Los
españoles no fuimos a América para traernos América a España, sino para
vivir allá, para fundar allá, para crear allá otras Españas, otras
formas de ser españoles, en fecundo mestizaje. Y es que el español no
siente y casi no comprende la relaciones abstractas. Por eso entre
españoles proseguía García Morente el trato puede más que el contrato;
y las obligaciones de amistad pesan mucho más que las obligaciones
jurídicas. El español se vincula por lazos de amistad, conoce a los
hombres, los trata, convive con ellos; pero no como frías abstracciones
del derecho político o del código civil, sino como cálidas realidades de
amor y de dolor.
En las últimas semanas, las expropiaciones de Kirschner y
Morales han provocado un alud de reacciones furibundas en esta España
que siente tales despojos como una amputación; pero las lamentaciones
jeremíacas y los exabruptos airados ocultan el hecho esencial, que no es
el quebrantamiento de los contratos y las obligaciones jurídicas, sino
otro quebrantamiento infinitamente más lesivo y devastador, que es el de
las obligaciones de amistad. Y del quebrantamiento de estas
obligaciones que no nacen de las frías abstracciones del derecho
político o del código civil, sino de la necesidad de fundirse con el
otro que nos completa en amor y dolor deberíamos hacer los españoles
examen de conciencia. Convengamos que Kirschner o Morales son
gobernantes arriscados, populistas o corruptos; pero, ¿cómo son nuestras
relaciones con los pueblos hermanos de América? ¿Son las relaciones
cálidas que nacen de los lazos de amistad, o más bien frías relaciones
de conveniencia que nacen de los contratos mercantiles? ¿A las empresas
españolas (aunque sobre la «españolidad» de tales empresas habría mucho
que discutir) que se instalan en América las mueve un deseo de fundirse
con quienes nos completan como españoles o más bien el afán de lucro?
¿De veras el trato ha podido más que el contrato en nuestras relaciones
con los pueblos hermanos de América? Si las relaciones frías y
abstractas nunca han sido sentidas ni comprendidas por los españoles,
¿cómo vamos a pretender que las entiendan y sientan quiénes a fin de
cuentas, con sus riquísimas singularidades, son también españoles? De lo
que ha sido fríamente desnaturalizado no podemos esperar que broten
realidades cálidas; y en las expropiaciones argentinas y bolivianas se
comprueba esta verdad irrecusable: allá donde las realidades cálidas de
la vida han sido sustituidas por frías relaciones mercantiles es natural
que surjan el desapego, la desconfianza y la traición.
En este episodio de las expropiaciones sólo vemos, en
fin, una consecuencia más de la traición del ideal de la Hispanidad, que
no se fundaba en contratos mercantiles, sino en lazos de hermandad
nacidos de una paternidad común. Suprimida esa paternidad común, es
natural que los hijos traten a la madre como puta por rastrojo.
Autor: Juan Manuel de Prada
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