lunes, 7 de mayo de 2012

Españoles demediados

Santiago Castelo, en quien tanto he aprendido a amar a los pueblos hermanos de allende el Atlántico, me dijo en cierta ocasión que un español que no conoce América (y no se refería, claro está, a los bárbaros del Norte) es tan sólo medio español; y la verdad de esta sentencia he tenido luego ocasión de comprobarla cada vez que he visitado América, donde siempre he hallado la ocasión de sentirme español completo, fundido en una igualdad esencial que hace más gozoso el valor de la diferencia. Escribía García Morente que «en la historia de España la salida a América, la conquista y civilización de América, no constituye un accidente más o menos fortuito, más o menos hábilmente explotado, sino un rasgo que necesariamente brota de lo más profundo del alma española». Los españoles no fuimos a América para traernos América a España, sino para vivir allá, para fundar allá, para crear allá otras Españas, otras formas de ser españoles, en fecundo mestizaje. Y es que el español no siente y casi no comprende la relaciones abstractas. Por eso entre españoles —proseguía García Morente— el trato puede más que el contrato; y las obligaciones de amistad pesan mucho más que las obligaciones jurídicas. El español se vincula por lazos de amistad, conoce a los hombres, los trata, convive con ellos; pero no como frías abstracciones del derecho político o del código civil, sino como cálidas realidades de amor y de dolor.
 
En las últimas semanas, las expropiaciones de Kirschner y Morales han provocado un alud de reacciones furibundas en esta España que siente tales despojos como una amputación; pero las lamentaciones jeremíacas y los exabruptos airados ocultan el hecho esencial, que no es el quebrantamiento de los contratos y las obligaciones jurídicas, sino otro quebrantamiento infinitamente más lesivo y devastador, que es el de las obligaciones de amistad. Y del quebrantamiento de estas obligaciones que no nacen de las frías abstracciones del derecho político o del código civil, sino de la necesidad de fundirse con el otro que nos completa en amor y dolor deberíamos hacer los españoles examen de conciencia. Convengamos que Kirschner o Morales son gobernantes arriscados, populistas o corruptos; pero, ¿cómo son nuestras relaciones con los pueblos hermanos de América? ¿Son las relaciones cálidas que nacen de los lazos de amistad, o más bien frías relaciones de conveniencia que nacen de los contratos mercantiles? ¿A las empresas españolas (aunque sobre la «españolidad» de tales empresas habría mucho que discutir) que se instalan en América las mueve un deseo de fundirse con quienes nos completan como españoles o más bien el afán de lucro? ¿De veras el trato ha podido más que el contrato en nuestras relaciones con los pueblos hermanos de América? Si las relaciones frías y abstractas nunca han sido sentidas ni comprendidas por los españoles, ¿cómo vamos a pretender que las entiendan y sientan quiénes a fin de cuentas, con sus riquísimas singularidades, son también españoles? De lo que ha sido fríamente desnaturalizado no podemos esperar que broten realidades cálidas; y en las expropiaciones argentinas y bolivianas se comprueba esta verdad irrecusable: allá donde las realidades cálidas de la vida han sido sustituidas por frías relaciones mercantiles es natural que surjan el desapego, la desconfianza y la traición.
 
En este episodio de las expropiaciones sólo vemos, en fin, una consecuencia más de la traición del ideal de la Hispanidad, que no se fundaba en contratos mercantiles, sino en lazos de hermandad nacidos de una paternidad común. Suprimida esa paternidad común, es natural que los hijos traten a la madre como puta por rastrojo.
 

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