Las sucesivas «reformas» o «recortes» que
el Gobierno nos anuncia tras cada Consejo de Ministros nos suscitan una
doble perplejidad moral. La primera afecta a la propia gestión o
intendencia del erario público; la segunda a la causa última de tales
reformas o recortes. Aceptando que tales reformas o recortes sean
necesarios para la propia supervivencia del erario público, aceptando
que vengan a subsanar antiguos dispendios, ¿por qué se permitieron antes
tales dispendios? Si hasta hoy hemos vivido por encima de nuestras
posibilidades es porque nuestros gobernantes, que disponían de los
instrumentos adecuados para saberlo, decidieron ocultarnos dolosamente
tal evidencia, para mantenernos contentos y cloroformizados con fines
electoralistas; y en la convicción de que, cuanto más se inflasen las
partidas de gasto público que mantenían a la sociedad amarrada a la ubre
estatal, más fácilmente podrían abastecer sus hipertrofiadas
estructuras de poder. Si tales reformas o recortes se proclaman ahora
necesarios, ¿no habría que empezar por castigar a los gestores del
erario público que lo esquilmaron con gastos inmoderados y superfluos?
Las vagas apelaciones que nuestros gobernantes hacen a la «herencia
recibida» se nos antojan exasperantes y vacuas. ¿Por qué no exigen
responsabilidades a quienes les endosaron tal herencia? Por la sencilla
razón de que la «herencia recibida» no es, como se pretende, una carga
que nos haya endosado el baldragas de Zapatero, sino el producto final
de un saqueo en el que han participado por igual gobernantes de una y
otra facción, a quienes mucho más de lo que los separan sus diferencias
ideológicas los une el común propósito de defender sus hipertrofiadas y
ubérrimamente subvencionadas estructuras de poder.
La segunda perplejidad que las sucesivas reformas o
recortes nos suscitan tiene que ver con su causa última, que no es tanto
adelgazar el volumen de nuestra deuda como atender los requerimientos
de los mercados financieros, que someten la deuda española a intereses
usurarios que el Estado no puede controlar. Todos los «mensajes» que el
Estado español lanza a los mercados financieros, lejos de apaciguarlos,
los excitan aún más: pues han descubierto que, cuantas más reformas o
recortes promueva un Estado deudor, más intereses se le podrán luego
reclamar. En una economía sana, el Estado es un gestor del crédito que
actúa de forma subsidiaria, inyectando dinero que no es sino la medida
de la actividad económica allá donde los actores principales lo
requieren; pero en una economía insana como la que padecemos, la gestión
del crédito no es controlada por el Estado, sino por los mercados
financieros, gobernados por difusos inversores o entidades
supraestatales que exigen unos intereses usurarios, obligando a los
Estados a devolver una cantidad siempre superior a la que prestaron. De
este modo, el dinero deja de ser medida de la actividad económica, para
convertirse en mercadería, sometida al «valor de riesgo» usurario que
le atribuyen esos mercados financieros, ajenos al destino de los actores
principales de la economía; y el sistema, inexorablemente, se hace
inviable, porque el dinero que el Estado genera a través de las
sucesivas reformas o recortes es siempre inferior al dinero que los
mercados le reclaman, con independencia de que ese Estado esté
gestionado por baldragas o por rigurosísimos y voluntariosos contables. Y
es que toda economía fundada sobre la usura está condenada a la
destrucción; a la que se llega después de someter a sus actores
principales a la exacción, que así es como antaño se denominaba lo que
ahora, más eufemísticamente, llamamos «reformas» o «recortes».
Autor: Juan Manuel de Prada
No hay comentarios:
Publicar un comentario