sábado, 5 de mayo de 2012

Reformas o recortes

Las sucesivas «reformas» o «recortes» que el Gobierno nos anuncia tras cada Consejo de Ministros nos suscitan una doble perplejidad moral. La primera afecta a la propia gestión o intendencia del erario público; la segunda a la causa última de tales reformas o recortes. Aceptando que tales reformas o recortes sean necesarios para la propia supervivencia del erario público, aceptando que vengan a subsanar antiguos dispendios, ¿por qué se permitieron antes tales dispendios? Si hasta hoy hemos vivido por encima de nuestras posibilidades es porque nuestros gobernantes, que disponían de los instrumentos adecuados para saberlo, decidieron ocultarnos dolosamente tal evidencia, para mantenernos contentos y cloroformizados con fines electoralistas; y en la convicción de que, cuanto más se inflasen las partidas de gasto público que mantenían a la sociedad amarrada a la ubre estatal, más fácilmente podrían abastecer sus hipertrofiadas estructuras de poder. Si tales reformas o recortes se proclaman ahora necesarios, ¿no habría que empezar por castigar a los gestores del erario público que lo esquilmaron con gastos inmoderados y superfluos? Las vagas apelaciones que nuestros gobernantes hacen a la «herencia recibida» se nos antojan exasperantes y vacuas. ¿Por qué no exigen responsabilidades a quienes les endosaron tal herencia? Por la sencilla razón de que la «herencia recibida» no es, como se pretende, una carga que nos haya endosado el baldragas de Zapatero, sino el producto final de un saqueo en el que han participado por igual gobernantes de una y otra facción, a quienes mucho más de lo que los separan sus diferencias ideológicas los une el común propósito de defender sus hipertrofiadas —y ubérrimamente subvencionadas— estructuras de poder.
 
La segunda perplejidad que las sucesivas reformas o recortes nos suscitan tiene que ver con su causa última, que no es tanto adelgazar el volumen de nuestra deuda como atender los requerimientos de los mercados financieros, que someten la deuda española a intereses usurarios que el Estado no puede controlar. Todos los «mensajes» que el Estado español lanza a los mercados financieros, lejos de apaciguarlos, los excitan aún más: pues han descubierto que, cuantas más reformas o recortes promueva un Estado deudor, más intereses se le podrán luego reclamar. En una economía sana, el Estado es un gestor del crédito que actúa de forma subsidiaria, inyectando dinero —que no es sino la medida de la actividad económica— allá donde los actores principales lo requieren; pero en una economía insana como la que padecemos, la gestión del crédito no es controlada por el Estado, sino por los mercados financieros, gobernados por difusos inversores o entidades supraestatales que exigen unos intereses usurarios, obligando a los Estados a devolver una cantidad siempre superior a la que prestaron. De este modo, el dinero deja de ser medida de la actividad económica, para convertirse en mercadería, sometida al «valor de riesgo» —usurario— que le atribuyen esos mercados financieros, ajenos al destino de los actores principales de la economía; y el sistema, inexorablemente, se hace inviable, porque el dinero que el Estado genera a través de las sucesivas reformas o recortes es siempre inferior al dinero que los mercados le reclaman, con independencia de que ese Estado esté gestionado por baldragas o por rigurosísimos y voluntariosos contables. Y es que toda economía fundada sobre la usura está condenada a la destrucción; a la que se llega después de someter a sus actores principales a la exacción, que así es como antaño se denominaba lo que ahora, más eufemísticamente, llamamos «reformas» o «recortes».
 
Autor: Juan Manuel de Prada

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