sábado, 16 de junio de 2012

Ciencia exacta

Allá por el siglo XVIII, a los fisiócratas les dio por decir que la economía era una ciencia exacta, regida por leyes inexorables; y que, por lo tanto, tratar de enjuiciar tales leyes era tan inútil y absurdo como enjuiciar la ley de gravitación universal o las ecuaciones de segundo grado. Lograron que la gente se convenciera de semejante dislate; y, desde entonces, hemos vivido creyendo que las leyes económicas eran tan inamovibles como las leyes de la naturaleza, igual que en otras fases de la Historia vivimos creyendo que la tierra era plana, o que el sol giraba en derredor de la tierra. Quienes nunca se tragaron la patraña fueron los propios economistas, como demostró Adam Smith, que se tiró toda la vida predicando las ventajas del librecambio y denostando las leyes proteccionistas para terminar sus días... empleado como jefe de aduanas en Edimburgo.

Con el tiempo, la ciencia económica se ramificó en escuelas diversas, a menudo ferozmente encontradas, que sin embargo siguieron reclamando a sus adeptos una fe ciega en sus postulados. La escuela de Keynes, por ejemplo, postulaba que cuanto mayor es la distribución de la riqueza, más se dinamiza la economía, pues mayor es la cantidad de gente que puede demandar bienes; para lo que recomendó que la riqueza se redistribuyese a través de los impuestos. Pero la presión impositiva sobre las rentas más elevadas llegó a ser tal que mató el incentivo para crear riqueza, lo que a su vez redundó en una menor recaudación fiscal. Entonces llegó la escuela de Milton Friedman, que recomendó exactamente lo contrario: sólo bajando los impuestos se lograría estimular la actividad económica. Reagan compró la idea, y con él otros muchos gobernantes de su tiempo; y, en efecto, la actividad económica se dinamizó, a costa de que el déficit de los Estados se inflase hasta extremos insostenibles... mientras la «dinamización» de la economía favorecía concentraciones de riquezas tales que podían mandar a su antojo sobre los Estados endeudados hasta las cejas.

Así hemos vivido durante décadas o siglos, creyendo que las sucesivas teorías económicas eran tan infalibles como las leyes de la naturaleza y que, por lo tanto, podían anticipar el futuro como el sismógrafo anticipa los terremotos. Pero ahora todas nuestras falsas certezas se derrumban: empezamos a atisbar que la economía es más bien una ciencia que anticipa exactamente lo contrario de lo que va a suceder; y un clavo ardiendo al que nuestros políticos se aferran, porque brinda refugio a su voluntarismo y a sus anhelos ilusorios (eso que los anglosajones, muy sarcásticamente, denominan wishful thinking). Así explica la situación Ignacio Camacho: si nos dicen que la economía española se va a recuperar en tal o cual trimestre del próximo año, sabemos que para entonces aún estaremos peor; y si nos advierten que nuestros ahorros están seguros en los bancos, corremos en estampida a sacarlos. La ciencia económica, antaño orgullosa, se asemeja a un escarabajo panza arriba que patalea frenético, pugnando en vano por darse la vuelta; y sus ministros o sacerdotes nos merecen tanta confianza como los vendedores de crecepelos, la misma que los políticos aferrados a sus clavos ardientes.

En una situación semejante, las sociedades vivas clavaban los pies en el suelo y elevaban la mirada en el cielo: quiero decir que se ponían a rezar y a trabajar. A las sociedades agotadas sólo les resta, como el poema de Kavafis, esperar a los bárbaros: que tal vez nunca lleguen, porque están con nosotros. 

Autor: Juan Manuel de Prada

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