jueves, 6 de diciembre de 2012

Desengañados

Hace casi un siglo, en su encíclica Quadragesimo Anno (para mi gusto, la más clarividente y profética de cuantas han escrito los Papas sobre la llamada «cuestión social»), Pío XI avizoraba un mundo en el que los Estados, que deberían ocupar el «elevado puesto de rector y supremo árbitro de las cosas», se habrían rebajado a la condición de lacayos del imperialismo internacional del dinero, entregados al capricho y la codicia de especuladores desenfrenados. Ese mundo ya es el nuestro, como los hechos demuestran cada día; y contra hechos no valen argumentos. Así se explica que nuestros gobernantes incumplan promesas que saben que les pasarán factura, como es la del mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones. Pero alguien dijo con risueño cinismo que las promesas electorales estaban para incumplirlas; y quien todavía se resista ingenuamente a aceptarlo, no le queda sino sufrir en sus propias carnes aquella amarga sentencia de Gracián: «El hombre nace engañado y muere desengañado». Mucho más grave que el incumplimiento de una promesa electoral se nos antoja, sin embargo, la negación del sentido común, que nos enseña que toda medida económica que contribuye a la erosión de las clases medias se vuelve contra el propio orden económico que se pretende sanar.

La reducción del déficit impuesta por el imperialismo internacional del dinero al Estado español se pretende conseguir aumentando las exacciones fiscales, reduciendo los sueldos y ahora congelando las pensiones; esto es, mediante el desmantelamiento paulatino de las clases medias, a quienes se empuja poco a poco hacia una economía de subsistencia, impidiéndoles el papel dinamizador que les corresponde en un orden económico sano. A la postre, este empobrecimiento progresivo de las clases medias no traerá sino más déficit: pues cuanto menor sea el poder adquisitivo de las clases medias, más empresas habrán de cerrarse, con el consiguiente aumento del desempleo. Si, además, consideramos que la detracción de recursos de la economía real se perpetra para tratar quiméricamente de tapar el agujero negro de magnitudes pavorosas creado por la economía financiera, el panorama adquiere contornos suicidas.

Y si el empeño es suicida, porque obedece a un fin injusto (y quimérico), los medios empleados para lograrlo no hacen sino agigantar tal injusticia. Medidas como la reducción de salarios o la congelación de pensiones tienen que ser una «última ratio» del gobernante; y así han de percibirlo los gobernados. Pero los gobernados perciben que, mientras se adoptan tales medidas, nuestros gerifaltes regionales convocan elecciones cuando les peta, sin agotar su mandato, por puras razones de cálculo electorero, con el consiguiente aumento de gasto público; o perciben que las cajas de ahorro han sido esquilmadas por la rapacidad de políticos sin escrúpulos, que a su vez nombraron consejos de administración que eran olimpiadas del enchufismo (y todos se van ahora de rositas, mientras el contribuyente tiene que paliar con libras de su propia carne las consecuencias de la rapiña); o perciben que, mientras se predica austeridad, se mantienen tropecientas televisiones «públicas» que no son sino órganos de propaganda al servicio de los gerifaltes de turno (cuyas plantillas van a ser ahora «adelgazadas»… para poder seguir actuando como órganos de propaganda, mientras se condena al desempleo a quienes ninguna culpa tienen en su utilización torticera), etcétera. Se puede engañar a todos alguna vez, y a algunos siempre; pero, entre tanto, crece el número de los desengañados.

Autor: Juan Manuel de Prada

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