En su último
mensaje sobre las comunicaciones sociales, Benedicto XVI se refería al
que a mi juicio es el peligro mayor al que se enfrenta el periodismo en
nuestra época: «A veces, la voz discreta de la razón se ve sofocada por
el ruido de tanta información y no consigue despertar la atención, que
se reserva en cambio a quienes se expresan de manera más persuasiva. Los
medios de comunicación social necesitan, por tanto, del compromiso de
todos aquellos que son conscientes del valor del diálogo, del discurso
razonado, de la argumentación lógica; de personas que traten de cultivar
formas de discurso y de expresión que apelen a las más nobles
aspiraciones de quien está implicado en el proceso comunicativo».
El desarrollo tecnológico ha permitido, en
efecto, que el acceso a la información sea cada vez más rápido; y que su
flujo se haga incesante e ininterrumpido. En apenas unas décadas hemos
dejado atrás un mundo en el que la información nos llegaba «por
cuentagotas» a un mundo anegado por una notoria saturación o plétora
informativa. Pero que dispongamos de más información no significa que
estemos mejor informados: a nadie se le escapa, desde luego, que la
intoxicación informativa es un instrumento incalculablemente más eficaz
que el silencio o la censura en manos de quienes desean embaucar a las
masas. La propaganda -que siempre se disfraza de información- requiere,
para cumplir sus propósitos y resultar más verosímil, mantener
machaconamente apedreadas las meninges de sus víctimas, de tal modo que
acalle sus interrogaciones antes incluso de que puedan llegar a
formularse. Pero la intoxicación, que se mueve como pez en el agua allá
donde campa la saturación informativa, es una calamidad clásica,
rampante hoy pero no distintiva de nuestra época. En un mundo sofocado
por el ruido informativo como el nuestro el peligro acaso más temible es
que el pandemónium aturdidor de noticias que nos invade acabe
atrofiando nuestra capacidad de juicio, acabe incapacitándonos para el
«discurso razonado» y la «argumentación lógica».
En realidad, la información (que no es en sí
misma conocimiento, en contra de lo que nuestra época pomposamente
proclama) solo merece tal nombre cuando nos permite ascender desde el
plano inferior de los «fenómenos» hasta el plano superior de las
primeras causas, cuando entre el batiburrillo de contingencias podemos
hallar el hilo conductor que nos lleva a los principios originarios.
Esta es la razón de ser y la misión del periodismo; naturalmente, todo
periodismo que se precie propondrá a sus destinatarios una «hipótesis»
comprensiva de la realidad que los ayude a ascender desde el plano
inferior de los fenómenos al plano superior de la primeras causas; y es
inevitable -y hasta deseable- que las hipótesis comprensivas de la
realidad sean diversas (mucho menos deseable resulta, sin embargo, que
tales hipótesis sean dictadas exclusivamente por el rifirrafe
ideológico). Pero cuando el periodismo extravía el sentido de su misión
se convierte en ruido informativo, en un guirigay o tumulto ofuscador en
el que ya no existe posibilidad alguna de ascender a las primeras
causas desde el plano de los fenómenos, en el que cualquier razonamiento
o argumentación lógica se tornan ininteligibles, extemporáneos,
incongruentes con la confusión reinante que interesa el rifirrafe
ideológico; y así, los destinatarios de la información se convierten en
pajarillos que caen atrapados en la liga de cazador y que, cuanto más
aletean y se afanan por desasirse, más se enviscan en ella, hasta
perecer agotados.
Autor: Juan Manuel de Prada
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