sábado, 2 de noviembre de 2013

Giliween

Si quedase en el mundo un sociólogo con sentido teológico y sentido del humor (pero ya sabemos que estamos pidiendo peras al olmo), podría escribir un ensayo en el que estudiara las últimas invasiones del mamarrachismo yanqui como sucedáneos paródicos u oligofrénicos de la escatología cristiana: así, por ejemplo, la pululación de superhéroes que salvan in extremis a la Humanidad de las asechanzas de archivillanos protervos suplantaría la creencia en la segunda venida en gloria y majestad de Cristo y consiguiente derrota del Anticristo; las visiones seudoapocalípticas de catástrofes y hecatombes nucleares donde sólo se salvan unos pocos elegidos suplantaría la creencia en el Juicio Final; las plagas de zombis serían algo así como una versión chusca y sombría de la creencia en la resurrección de la carne y conversión de nuestro cuerpo mortal en cuerpo glorioso; y la fiesta de Giliween vendría a llenar el hueco dejado por la creencia en la comunión de los santos.
 
De todas estas creencias caricaturizadas por el mamarrachismo yanqui la gente ha dejado de tener noticia hace ya bastante tiempo; y no me refiero tan sólo a los paganos, a los que se les antojarán marcianadas, sino también a los propios cristianos, a los que nadie se las enseña. Cuando se dejaron de explicar los paisajes de la vida futura se pensó que de este modo se evitaría que los fieles se entregasen a fantasías extravagantes; y lo que en realidad ocurrió fue que los fieles se hicieron paganos y se entregaron a fantasías infinitamente más extravagantes. Y es natural que así ocurriese, porque en el ser humano hay una esperanza escatológica irrefrenable; y cuando esa esperanza no encuentra una levadura sana que la alimente acaba buscando los más pintorescos fermentos morbosos que exciten su imaginación. A la gente le quitaron los apoyos en los que se sostenía su creencia en la vida de ultratumba; e, inevitablemente, esa falta de apoyos acabó degenerando en ilusión supersticiosa a la que el mamarrachismo yanqui enseguida vino a alimentar con su alfalfa idiotizante.
 
Hay quienes ven en el Giliween una fiesta con tintes satánicos, porque en sus mascaradas aparecen representados demonios y gente endemoniada. Pero lo cierto es que en nuestra tradición siempre hubo celebraciones jocosas donde indefectiblemente aparece el demonio (y donde, indefectiblemente, resulta zaherido), desde las danzas de la muerte medievales a las fiestas de zangarrones de mi tierra. Pero aquellas mojigangas y carnavaladas fueron concebidas por gente que le había perdido el miedo al demonio, gente con sentido teológico y sentido del humor que sabía que el demonio es una figura pomposa y megalómana que se toma a sí mismo demasiado en serio; y que, por ello mismo, el mejor modo de combatirlo consiste en tomárselo a broma. En el Giliween el proceso es exactamente el contrario: la gente primero pierde (o le hacen perder) el sentido teológico, olvidándose de celebrar su comunión con los muertos que disfrutan de la contemplación beatífica y con los que se purifican para disfrutarla; y, a continuación, pierde el sentido del humor y se toma al demonio demasiado en serio, imaginando a sus muertos como zascandiles endemoniados, en trasiego constante entre el más acá y el más allá. Delirio que no se le habría ocurrido al demonio ni aun en sus arrebatos más pomposos y megalómanos; y que sólo es concebible entre gentes gilis que, lejos de haberle perdido el miedo al demonio, le tienen demasiado, tanto como para creerlo todopoderoso. Y que disimulan ese miedo infinito al modo histérico, memo y hortera que les enseña el mamarrachismo yanqui.
 


No hay comentarios: