lunes, 18 de noviembre de 2013

Hurgando en la basura

En la bolsa de la basura (o bolsas, ahora que repartimos ecológicamente nuestros desechos) está la radiografía de nuestra vida, un negativo de podredumbre que preferimos apartar de nosotros lo antes posible, para evitar reflexiones aflictivas: para olvidar que somos seres voraces que todo lo que compran, tocan, comen, beben o fuman lo convierten en residuos; para olvidar que, con frecuencia, el único registro o constancia de nuestro tránsito por la vida es ese batiburrillo hediondo que, al concluir el día, bajamos subrepticiamente a los contenedores. Y a la mañana siguiente, cuando volvemos a la calle, descubrimos con alivio que tales contenedores están milagrosamente vacíos, como si los ángeles que labraban las tierras de San Isidro se dedicaran ahora a escamotear esas montañas de inmundicia que cada día generamos, para que no nos remuerda la conciencia cívica (o cínica), que es la única que nos resta, ahora que hemos logrado asfixiar la conciencia de pecado; y, por lo tanto, hemos de evitar herirla con pensamientos inquietantes, a la pobrecita.
 
Y así, con la conciencia cívica o cínica indemne, seguimos fabricando basura un día tras otro, en la seguridad de que alguien se encargará de hacerla desaparecer para siempre, como el confesor hace desaparecer los pecados. De algún modo, los servicios municipales de limpieza son algo así como confesores laicos que nos borran de la memoria aquellos pasajes de nuestra vida que nos recuerdan que somos un amasijo de sórdidas pulsiones consumistas y plebeyas debilidades fisiológicas. Sólo que cuando arrojamos nuestros desechos a un contenedor lo hacemos sin examen de conciencia, propósito de enmienda ni ninguno de los requisitos de la confesión válida. De tal modo que llegamos a convertir ese acto en algo rutinario y banal; y también convertimos a quienes se encargan de retirar esos desechos en seres borrosos y anónimos, porque si les pusiéramos nombre y rostro caeríamos en la cuenta de que saben más sobre nosotros que nosotros mismos, porque cada noche contemplan la radiografía de nuestros días, su reverso oscuro, el rastro de baba viscosa y bituminosa que dejamos a nuestro paso.
 
Ahora, de repente, esos seres borrosos y anónimos han cobrado protagonismo en Madrid, después de una huelga que ha dejado sus calles convertidas en un muladar. Y ha sido como si la gente se topase en mitad de la acera con sus pecados más renegridos y recónditos cacareados a los cuatro vientos, expuestos sin rebozo a la curiosidad general. Y la gente, afrentada por la exhibición, ha suplicado y exigido a la autoridad municipal que aparte de las aceras la inmundicia que los delata; y ha injuriado a esos seres borrosos y anónimos que cada noche nos hacían olvidar que somos sucios y pestíferos, a cambio de un salario mísero que ahora sus patrones, en convivencia con la autoridad municipal, pretenden que sea misérrimo. Pero, ¿cómo habría de ser el salario de unos seres anónimos y borrosos a los que no queremos ni ver, de los que no queremos siquiera saber que existen? Mucho mejor emplear el presupuesto municipal en financiar delirantes candidaturas olímpicas, o en pagar una millonada al yanqui botarate que le escribe a la alcaldesa los discursos en espanglis, o en remunerar asesores inútiles, o en encargar iluminaciones navideñas anfetamínicas, o en organizar saraos chorras para culturetas y gafapastas; mucho mejor, en fin, endeudarse hasta las cejas en majaderías diletantes que nos hacen olvidar que el único registro o constancia de nuestro tránsito por la vida es ese batiburrillo de residuos hediondos que unos seres borrosos y anónimos hacen desaparecer cada noche.
 

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