domingo, 24 de noviembre de 2013

¡Viva Cristo Rey!

Fueron los cristeros campesinos con poco que perder, gentes de fe sencilla, fieles a la Iglesia. Formaban el grueso del pueblo y representaban la tradición de cuatrocientos años de evangelización. Se reclutaron preferentemente en la zona central de México, allí donde la presencia del elemento indígena era predominante. Es interesante señalar que las tropas cristeras, aglutinadas en torno a los estandartes de la cruz de Cristo, estaban integradas preferentemente por mestizos, mulatos, negros e indios, mientras que los blancos engrosaban en su mayoría las laicísimas filas del dogmatismo masónico y el odio a la religión.Los cristeros formaron un ejército irregular, en el que no se recibía paga alguna y donde las dificultades de financiación para mantenerse en combate fueron enormes, así como las carencias de armamento y de sanidad (pese a que miles de mujeres –las llamadas Brigadas Bonitas– apuntalaron la moral y las necesidades materiales de los combatientes).

La guerra cristera estalló solo después de interminables años de agresiones laicistas dirigidas por los sucesivos gobiernos de la nación. Al menos desde hacía medio siglo, la beligerancia de las élites criollas no dejaba margen a la interpretación, pues en México la adscripción masónica de estas era algo que proclamaban ellas mismas sin rebozo de ningún género.

Estas élites habían elaborado una normativa jurídica crecientemente agresiva. Desde mediado el siglo anterior, la escalada anticatólica no había cedido en su acometividad pero, aunque no habían faltado los desórdenes y los conatos violentos, los creyentes habían venido replegándose a las exigencias políticas sin apenas más que débiles aspavientos.

La tendencia al compromiso, sin embargo, lejos de conducir al Gobierno a una evaluación positiva de la disposición católica a parlamentar, le llevó a considerar que la jerarquía optaría en cualquier caso por el conformismo, por muy perjudicial que este le resultase, antes que lanzarse a la aventura. Y no andaban tan desencaminados.


Masones

Cuando el Ejecutivo se decidió a ir tan lejos como para elaborar la Constitución de 1917, abiertamente laica e indisimuladamente anticlerical, que permitía la intervención del Gobierno en los actos del culto público y la disciplina eclesiástica, ya se había obligado a la Iglesia a deshacerse de sus propiedades, lo que la había dejado en una situación de claro debilitamiento. Ahora se la obligaba a la supresión de las comunidades religiosas existentes, a la vez que se prohibía la formación de otras nuevas.

Lo que se pretendía no era separar al Estado de la Iglesia, sino la negación a esta de personalidad jurídica alguna y su sometimiento a los controles estatales, controles de carácter político e ideológico que dejaban en manos de reconocidos masones algunos de sus más delicados asuntos. Para los sacerdotes, el mero hecho de vestir la sotana significaba la privación de todo derecho político.

Además, se estipulaba la prohibición de celebrar cualquier acto de culto fuera de los templos y se negaba toda posibilidad de enseñanza religiosa. En la práctica, se dejó a la discrecionalidad de las oligarquías locales la ejecución de los decretos más radicales. Numerosos obispos fueron encerrados de modo completamente arbitrario, las monjas fueron expulsadas de sus conventos, las escuelas cerradas y las propiedades eclesiales confiscadas.

Confiados en la hegemonía política de la que disfrutaban, los revolucionarios mexicanos procedieron arbitrariamente a implementar, con carácter local, todo tipo de medidas contra la religión, hasta hacer insufrible la convivencia. El Gobierno llegó al extremo de inventarse una Iglesia Católica Nacional Mexicana, mientras ocultaba al mundo estas maniobras amparado en la normativa que impedía la presencia de clero extranjero en territorio nacional, lo que impedía la acreditación de cualesquiera representantes de la Iglesia católica procedente de allende las fronteras mexicanas.

La respuesta de los católicos fue considerablemente mesurada, dadas las circunstancias. En primer lugar, comenzó la resistencia cívica a fin de no consumir y no pagar impuestos, lo que causó un daño notable a la economía nacional. El movimiento de protesta creció rápidamente y, para comienzos de 1927, la generalidad del campesinado estaba dispuesta al levantamiento. Los obispos, por cierto, no. Y por ello se dispusieron a distanciarse del movimiento con la máxima rapidez. Pese a todos los pesares, la jerarquía mexicana mantuvo una postura de confianza en que las autoridades no llevarían la aplicación de la Constitución demasiado lejos.


Martirio
 
La sublevación comenzó en las regiones de Guanajuato, Jalisco y Zacatecas. Desde allí se extendió a las zonas centrales del país. Su arranque fue bastante complicado, en parte porque el carácter rural del movimiento rebelde se avenía mal con la dirección del mismo, radicada en ciudades y poco comprensible, en ocasiones, con la naturaleza de la cristiandad.

La guerra tuvo lugar entre 1926 y 1929; en ella tuvieron lugar hechos de auténtico martirio entre los cristeros. Los gubernamentales perpetraron todo tipo de matanzas, mientras los campesinos morían fusilados con el nombre de Cristo Rey y la Santísima Virgen en los labios. El número de cristeros vilmente asesinados asciende a varios miles; aunque la cifra es difícil de cuantificar, en su mayoría eran sacerdotes y religiosos de toda condición.

Por otro lado, los obispos negociaban a espaldas de los rebeldes con los estadounidenses, a fin de que les ayudasen a poner fin al conflicto, tratando de mostrar en toda ocasión su distancia con los cristeros.

El presidente del país, Elías Calles, creyó ver en la guerra la oportunidad deseada de acabar con la Iglesia. Pero Calles, uno de los más significados masones del país americano, no contaba con la decisión de los cristeros y con la labor en la sombra de Roma y su influencia sobre el ya poderoso vecino del norte.

Deseosa de impulsar un acuerdo, la Santa Sede se apresuró a precipitar el fin de la guerra, aunque la cosa no resultaba tan fácil por cuanto “no hubo ni un solo campesino que, de modo directo o indirecto, no diera apoyo a los cristeros”. Pues, en efecto, bajo las banderas del Sagrado Corazón se alistaron decenas de miles de hombres arrastrados por la devoción a Nuestra Señora de Guadalupe.

En 1928, el embajador norteamericano, Morrow, a instancias de la jerarquía mexicana, logró cerrar un acuerdo entre las partes, por el que cesaba la violencia y se ofrecía la amnistía a todos lo que dejasen las armas así como la devolución de una parte de las propiedades al clero. Pero, pese a la presión ejercida a favor del acuerdo por parte de la Iglesia, solo una tercera parte de los rebeldes se acogieron a la amnistía, proporción similar a la del apoyo que encontró en el resto de la jerarquía eclesiástica, entre la que había una clara división.


La gloria y la pena
 
La diferencia de criterios en las filas de la iglesia mexicana llevó a esta a una situación de manifiesta inferioridad ante el Gobierno, de modo que finalmente los cristeros, urgidos por la Santa Sede, tuvieron que poner fin a la guerra el 21 de junio de 1929, en peores condiciones que las esperadas. Con el agravante de que se fraguó una separación entre el laicado y el clero mexicano del que todavía se están pagando las consecuencias. La Iglesia se sometía a la ley, y la Constitución no era cambiada en una sola coma, si bien las autoridades se comprometían a no desarrollar los aspectos más agresivos del texto.

Con más gloria que pena, finalizó la guerra. Una guerra de la que, parafraseando a Donoso Cortés,no cabía esperar, sobre la gracia del combate, la gracia de la victoria. Una guerra que produjo un inmenso cortejo de mártires, prólogo del que, exactamente una década más tarde, sufriría la misma Iglesia –la española– que en su día entregase a los mexicanos lo que estimaba como el más sagrado de los bienes: el depósito de la Fe.

Autor: Fernando Paz


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