La alguacilesa Cristina Cifuentes, felizmente
recuperada después de pegarse una morrada con la moto, salió del
hospital diciendo que «ahora veía la vida de otra manera». Nosotros,
conociendo el kilometraje de la alguacilesa como motera y tertuliana
televisiva fetén, imaginamos enseguida que habría entrado en el hospital
con una visión de la vida a la manera de Paolo Coelho y salido del
hospital con una visión de la vida a la manera de Jorge Bucay; o acaso a
la viceversa. Pero de su nueva manera de ver la vida no supimos más,
hasta que el otro día afirmó –¡oráculo de Delfos!– que ella la vida la
ve sometida a una ley de plazos, en vez de sometida a una ley de
supuestos, que es como la ven otros en su partido. La alguacilesa
Cifuentes es la propia que tiene Rajoy en la corte y checa para que le
cuente los figurantes de las manifas; y la alguacilesa Cifuentes no
acierta en el cómputo ni de casualidad: a veces, cuenta como
manifiesteros a los abueletes que sacan a pasear a la nieta; y, a veces,
no cuenta como manifiesteros ni a quienes enarbolan la pancarta. Pero
sus errores en el cómputo le dan vidilla al cargo de alguacilesa; y
ahora le ha dado más vidilla todavía con su manera de ver la vida,
sometida a plazos.
Y es el caso que la alguacilesa Cifuentes no es
la única pepera que se ha significado por su manera de ver la vida
sometida a plazos; la alcalduela de mi ciudad levítica, por ejemplo, que
así que llega la Semana Santa se pone la mantilla y corre detrás de las
imágenes, portando una vela que le derrama estalactitas de esperma en
la mano, también ha querido discrepar de la manera de ver la vida que
tiene su partido. A mí estas discrepancias en la manera de ver la vida
de alguacilesas, alcalduelas y demás mamandurrios peperos me hacen una
gracia que me matan: primeramente, porque no entiendo la manía que
tienen algunos en discrepar, cuando sólo tienen ciencia para trepar; y
luego, porque tampoco entiendo que en todas las otras cuestiones los
mamandurrios peperos bailen al mismo son, con perfecta sincronía, como
las varillas de un limpiaparabrisas, y, en llegándoles al comedero que
todos comparten en amor y compaña la patatica caliente del aborto,
empiezan todos a disputar de repente, como si fueran los albañiles de la
torre de Babel. ¿Que el Gobierno decide congelar el salario mínimo?
Todos quietecicos, prietas las filas. ¿Que el Gobierno sube los
impuestos y expolia al ahorrador? Calladicos como profesionales del amor
mercenario. Pero, ¡ay!, que no les toquen su manera de ver la vida con
nuevas leyes del aborto, que enseguida se desmandan. «¡El muerto al hoyo
y el vivo sin bollo!», parece que estén diciendo, mientras se ríen a
carcajadas de los pobres cándidos que todavía les votan.
A mí todos estos mamandurrios peperos me
recuerdan a un plumífero muy señoritingo que conocí allá en la juventud,
vástago de rancia estirpe azul mahón, que escribía unos artículos
infestados de empalagos políticamente correctos y baboserías progres.
Una vez le pregunté: «Pero, hombre, ¿por qué escribes esas
cantamañanadas que dan grima?». Y él, tan encantado de haberse conocido,
me espetó: «Coño, es para ver si se fijan en mí en El País
y me fichan de una puñetera vez». Sentí pena de aquel pobre diablo,
como ahora la siento de estos mamandurrios peperos, tan miramelindos y
cagapoquitos, tan ablandabrevas y culitiernos en sus maneras de ver la
vida, que uno nunca sabe si corcovienen o corcován con sus plazos y
supuestos. Claro que más pena siento de mí mismo, por dedicarles un
folio de mi escritura; pero, a veces, uno también tiene que hacer
pilates con las palabras, aunque lo suyo sea la maratón.
Autor: Juan Manuel de Prada
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