La agonía transmitida al minuto de Adolfo Suárez ha sido,
en verdad, un espectáculo humanamente deplorable; y sospecho que
periodísticamente inane. Con todo el afecto que me merece la familia de
Suárez, acrecentado en este trance luctuoso, considero que fue un error
anunciar la «inminencia» de su fallecimiento; pues tal anuncio ha
servido para que Adolfo Suárez, que en efecto estaba «en manos de Dios»
como muy delicadamente afirmó su hijo, pasase durante estos días a
manos de los hombres, que con frecuencia son zarpas. Y no tanto porque
arañen o lastimen, sino más bien porque manosean y acarician tan
lambiscona y empalagosamente que, inevitablemente, provocan una
inmediata sospecha de insinceridad. Ruano llamaba «semana del duro» a
esa porción de tiempo en que el muerto ilustre disfruta de una gloria
fungible en los periódicos, antes de ingresar en las cámaras sin
ventilación del olvido. Adolfo Suárez ha disfrutado de manera anticipada
de una «semana del duro» con fuegos de artificio (de mucho artificio), a
modo de corolario de la adoración que se le tributó durante la época en
que su cabeza navegó por los pasadizos neblinosos de la desmemoria; y
en contraste con los vituperios floridos (y cruzados) que recibió
mientras estuvo activo. Esta apoteósica y anticipada «semana del duro»
de Adolfo Suárez ha sido, en verdad, un espectáculo inquietante: no sólo
porque hayamos visto a quienes en otro tiempo no le dispensaron
siquiera ni unos céntimos de cariño apresurarse a ofrecerle su duro
(sevillano) en forma de panegírico aspaventero y lacrimógeno; sino
porque en la exaltación ha habido una orgiástica «fiesta de la
democracia» que ha profanado de la forma más chirriante y plebeya
imaginable el recogimiento que merece, entre quienes dicen admirarlo,
cualquier persona que agoniza. Y si siempre hay algo obsceno en
anticipar las exequias de quien todavía no ha entregado su hálito, en
esta algarabía que ha acompañado la agonía de Suárez he descubierto algo
todavía más sórdido.
No se trata tan sólo de la natural tendencia a exagerar
la nota del panegírico. De todos es sabido que la muerte embellece la
memoria del difunto y promueve una suerte de simpatía unánime (a veces
sincera, a veces hipócrita) hacia él, incluso entre los que lo
vituperaron en vida. Sospecho que si Suárez hubiese tenido ocasión de
escuchar o leer los ditirambos encendidísimos, a veces salpimentados de
chascarrillos ruborizantes, que le han dispensado en estos días quienes
en sus tiempos de pujanza le negaban el pan y la sal lo habría acometido
un ataque de risa floja. Tales efusiones ditirámbicas y a menudo
postizas (a fin de cuentas segregaciones renegridas de la mala
conciencia) son comprensibles para cualquiera que conozca la triste
naturaleza humana. Pero en las ceremonias necrófagas que se le han
dispensado a Suárez en estos días había un empeño desaforado,
chirriante, muy gruesamente acrítico, de mitificación, a través del cual
se pretendía exaltar la época que él había protagonizado, la llamada
(la mayúscula que no falte) Transición, tan desacreditada hoy sobre
todo entre las nuevas generaciones pese a los esfuerzos denodados de
los amos del cotarro. Naturalmente, en este empeño mitificador hay por
parte de los mitificadores un anhelo de salvarse a sí mimos (aunque lo
enmascaren de epicedio de Suárez) y de blindar una época llena de
sombras. Pero este vano empeño se volverá contra ellos; como la
infección de la herida enconada se vuelve siempre contra quien pretendió
cerrarla en falso.
Yo sólo deseo que, ahora que Dios lo tiene en su gloria,
la divina caricia amorosa resarza a Suárez de los manoseos empalagosos y
falsorros de sus panegiristas.
Autor: Juan Manuel de Prada
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