Quevedo nos enseñaba que es habilidad españolísima
comerse un puerro y representar un capón. Antaño esto se hacía por la
negra honra de no querer que se supiese nuestra necesidad y laceria,
según el ejemplo del escudero del Lazarillo, que tomaba una paja y salía
a la puerta de su casa escarbándose los dientes que nada entre sí
tenían, para hacer creer a los paseantes que acababa de pegarse la gran
comilona. Pero esto ocurría antaño, cuando España era tierra de hidalgos
y de pícaros (o de pícaros hidalgos) que ingeniaban industrias para
seguir acoquinado a los herejes luteranos, haciéndolos creer que
nadábamos en oro. Hogaño, en España ya no quedan hidalgos ni pícaros,
sino tan sólo ciudadanía escabechada que los herejes luteranos utilizan a
modo de felpudo o escupidera, después de que descubrieran que nadábamos
en deudas; y la habilidad españolísima de comer un puerro y representar
un capón ya no la empleamos sino para tratar de engañarnos a nosotros
mismos, que es el engaño más melancólico que uno imaginarse pueda, como
bien sabía el mencionado escudero del Lazarillo, que mientras roía los
huesecillos de una uña de vaca se convencía de que no había manjar más
sabroso en el mundo.
Ahora a los huesecillos de uña de vaca los llamamos
«signos de recuperación», según el estilo mazorral adoptado por nuestros
gobernantes, que meten en sus discursos más menciones a estos «signos
de recuperación» que los obispos modorros al Concilio Vaticano (the Second).
A estos «signos de recuperación» (denominados más modosamente «brotes
verdes» por la cofradía zapateril) podrían aplicarse muchos epítetos,
empezando por los que Quevedo aplicaba a aquellos caballeros
capitaneados por don Toribio: hebenes, hueros, chanflones, chirles,
traspillados y caninos; y aunque, por mucho que los mastiquemos,
nuestras tripas sigan horras y descomulgadas, basta espolvorearse unos
pocos de estos «signos de recuperación» por la barba y el vestido, como
hacían los mencionados caballeros de don Toribio con unas migajas de pan
que para tal efecto llevaban siempre en una cajuela, para parecer que
hemos comido muy opíparamente. Es preciso, además, que se hable de estos
«signos de recuperación» con gran ruido de sonajas y campanillas, que
ahora llaman propaganda; pues siendo tales signos pura quimera, conviene
siquiera que la gente se quede aturdida y con los tímpanos molidos como
cibera, para que deje de escuchar los rugidos de sus tripas horras y
acabe creyendo en los signos de marras, siquiera sea por sugestión. Los
embelecos, para que camelen a los canelos, han de ser campanudos, como
son de badajo, y retumbantes (bantes, bantes, bantes), hasta conseguir
que algún hereje luterano, archipámpano de la Comisión Europea, el Fondo
Monetario Internacional o cualquier otro nido de áspides dedicado a la
rapiña de cristianos viejos, lo repita paternalmente, con sonrisita
taimada. Pero ya se sabe que cuando estos archipámpanos, que son los
mayores bellacos que Dios creó, hablan de «signos de recuperación», es
porque se han cansado de usarnos como felpudo o escupidera y quieren
sacarnos de una vez los higadillos, mientras nos dan por retambufa.
Y, si aún quedara algún palomo que creyera milagreramente
que los «signos de recuperación» son ciertos y no fingidos, no tiene
sino que comprobar cómo los sindicatos los niegan con denuedo y porfía.
Pues no hay nadie mejor que los llamados sindicatos, que son susto de
los banquetes, polilla de los bodegones y cáncer de las ollas, para
detectar dónde se asa un capón y dónde se cuece un puerro.
Autor: Juan Manuel de Prada
No hay comentarios:
Publicar un comentario