Quizá no haya un bien tan precioso para los pueblos como la
paz; pues, faltando ese bien, todos los demás bienes no pueden
alcanzarse en plenitud ni disfrutarse sin temor. Precisamente
por ser un bien tan preciado, la consecución de la paz es una tarea que a
todos nos obliga; y muy especialmente a los Estados, como titulares de
un deber de reconciliación entre los pueblos, en el que las relaciones
de fuerza se sustituyan por relaciones de colaboración con vistas al
bien común. A esta tarea de lograr la paz se han entregado con
denuedo las llamadas cínicamente 'naciones civilizadas' (que, en
puridad, no son sino las naciones cuya supremacía bélica intimida a las
demás); pero, por supuesto, la paz lograda ha sido por completo
engañosa: en primer lugar, porque la jurisdicción de dicha paz se ha
circunscrito a las 'naciones civilizadas', que mientras mantenían su
casa en paz desaguaban sus tensiones convirtiendo los arrabales del
atlas en escenario de atroces guerras; pero también porque, aun la paz
lograda por las 'naciones civilizadas' en territorio propio, es una
falsificación pérfida sobre la que luego se ha erigido una de las
ideologías más características de nuestro tiempo, el pacifismo, que
con frecuencia no es sino irenismo hipócrita que disfraza de elevados
sentimientos lo que no es sino deseo egoísta de mantener a toda costa el
bienestar alcanzado; cuando no algo todavía más inicuo: fatalismo,
pusilanimidad, inhibición del espíritu combativo y desprecio de la
justicia.
Y aquí llegamos adonde deseábamos: porque no
hay paz verdadera sin justicia; pero todas las formas de paz que nuestra
época propone como solución a los conflictos se fundan sobre una
supuesta imposibilidad para reconocer la justicia, dando por supuesto
que es una cuestión incognoscible. Y así se alcanzan tan solo
paces de componenda, en las que absurdamente se reconoce una porción de
justicia 'alícuota' a cada parte, en caso de equilibrio de fuerzas; o
bien paces impuestas por decreto, en las que las condiciones las impone
la parte más fuerte.
De este modo, no se logra otra cosa
sino que las injusticias anestesiadas por la morfina del pacifismo se
vayan amontonando unas encima de otras, hasta hacer de esa falsa paz una
montaña de injusticias presta a estallar como un Etna de resentimientos
atávicos. Porque la paz no es ausencia de guerra (al estilo de
la pax romana lograda por Octavio) ni un equilibrio entre fuerzas
adversas (al estilo de la llamada 'guerra fría'), sino la búsqueda de un
orden fundado en la justicia, que exige dar «a cada uno lo suyo»:
castigo al criminal, resarcimiento a la víctima y garantías de que la
injusticia no podrá seguir reinando, para lo que con frecuencia habrá
que hacer uso de la fuerza. He aquí lo que el pacifismo contemporáneo no
quiere aceptar; de ahí que casi todas las paces que logra sean paces
que cierran en falso heridas que acaban enconándose.
Tras
la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial, la sociedad de las naciones
se afanó en construir un 'nuevo orden mundial' (¡qué miedito!) que
preservara a las generaciones futuras del flagelo de la guerra,
instituyendo la prohibición generalizada del recurso de la fuerza, con
las excepciones consabidas de legítima defensa y las medidas acordadas
para mantener la paz por su Consejo de Seguridad. Pero ¿en
verdad esa prohibición generalizada del recurso de la fuerza garantiza
el mantenimiento de una paz justa o, por el contrario, contribuye a
enquistar situaciones estructurales de injusticia?
Y, en el sentido contrario, ¿qué
legitimidad moral podemos reconocer a las potencias de ese Consejo de
Seguridad que, antes que el bien común, buscan fortalecer sus posiciones
geopolíticas y económicas, sostenidas sobre principios inicuos? ¿No
podría ocurrir que la paz y la guerra que decreten sean siempre una paz
inicua y una guerra injusta? Se nos dice que, en sus decisiones, los
mueve la promoción y el desarrollo de los pueblos; pero ¿de qué
'promoción' y 'desarrollo' estamos hablando? ¿Tal vez del
desarrollo de una legislación laboral inspirada en el crecimiento
económico chino? ¿Tal vez de la promoción de los pueblos entendida al
modo igualador y colonialista del Tío Sam? ¿Tal vez promoción y
desarrollo de las generaciones presentes a costa de la ruina de las
generaciones venideras, sea a través del expolio de los recursos
naturales, sea a través del aborto generalizado?Cuando era niño, había
una frase misteriosa de Jesús cuyo sentido último no lograba penetrar:
«La paz os dejo; mi paz os doy. No os la doy como os la da el mundo».
Ahora la entiendo perfectamente; y sé que esa paz evangélica es
exactamente la contraria de la que preconiza la ideología pacifista.
Autor: Juan Manuel de Prada
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