En un pasaje particularmente penetrante de su obra Los límites de la cordura,
Chesterton nos advertía de que los defensores del capitalismo suelen
confundirse a los ojos de la gente incauta con defensores de la
propiedad privada, cuando en realidad son sus más enconados enemigos.
Y proponía una definición de capitalismo que considero bastante
acertada: «Organización económica dentro de la cual existe una clase de
capitalistas, más o menos reconocible y relativamente poco numerosa, en
poder de la cual se concentra el capital necesario para lograr que una
gran mayoría de los ciudadanos sirva a esos capitalistas por un sueldo».
Le faltó añadir, sin embargo, un elemento distintivo de esta forma de
organización económica que la convierte definitivamente en una máquina
depredadora; nos referimos como el lector inteligente ya habrá adivinado
al principio de responsabilidad limitada, que separa la persona
individual del capitalista de la personalidad jurídica de la empresa que
dirige.
De este modo, el capitalismo termina de aniquilar el
concepto de propiedad (que estaba ligado indisolublemente a la
responsabilidad personal) para sustituirlo por el de 'empresa' o
'sociedad', un artificio o embeleco jurídico que, mientras crece,
reparte beneficios entre sus titulares, pero que cuando se declara en
quiebra deja a acreedores y trabajadores a dos velas, obligándolos a
repartirse los exiguos despojos de la sociedad quebrada, mientras el
capitalista disfruta tan tranquilo de su patrimonio intacto. Y
si la quiebra de la empresa pone en peligro la estabilidad económica
(pensemos en los bancos, por ejemplo), el principio de responsabilidad
limitada alcanza todavía un estadio más rapaz, de tal modo que las
pérdidas son de inmediato socializadas, mediante exacciones tributarias,
recorte de salarios, etcétera. El capitalismo, en fin, actúa como el
carterista: defendiendo la empresa privada a costa de la propiedad
ajena.
Decía Proudhon que «la propiedad es un robo»;
pero, si leemos la cita en su contexto, descubriremos que el pensador
revolucionario no propone eliminar la propiedad, sino la acumulación de
propiedad en unas pocas manos (o sea, el capitalismo), que considera con
razón la causa principal del despotismo de unos hombres sobre otros.
Como ocurre en tantos pensadores revolucionarios, su diagnóstico es
certero; pero es errónea la solución que propone para acabar con este
despotismo, que no es otra sino la universalización de la propiedad (o
sea, el comunismo), que tal vez sea una solución inteligente en
comunidades pequeñas y muy vinculadas (una congregación religiosa, por
ejemplo), pero que en sociedades menos fraternas acaba generando la
esclavitud propia del colectivismo.
Pero la solución
errónea de Proudhon nos enseña que el capitalismo, al concentrar en unos
pocos lo que por naturaleza tendría que estar repartido (y al permitir
que esos pocos se enriquezcan a costa de los muchos despojados, según
postula el principio de responsabilidad limitada), genera una inevitable
reacción airada entre los despojados que acaba aniquilando la necesaria
paz social. Por supuesto, el capitalismo, consciente de su
naturaleza inicua, ha tratado (sobre todo después de que el comunismo
triunfase en vastas regiones del planeta) de aplacar a la gran mayoría
despojada con sobornos diversos: el más elaborado y promisorio fue el
llamado 'Estado de bienestar', que a la postre se desveló un trampantojo
limosnero; y ahora, con el llamado 'Estado de bienestar' quebrado, el
soborno básicamente consiste en suministrar derechos de bragueta y
entretenimiento a granel (con el interné erigido en máximo proveedor
gratuito).
Mediante estos sobornos sucesivos (y cada vez menos
convincentes) el capitalismo ha pretendido animalizar a la gente,
reducirla a un estadio de bestia que halla consuelo en la satisfacción
de unos pocos caprichos; y, al menos en parte, lo ha logrado. Pero solo
en parte: porque está inscrito en el alma humana el deseo de ser
propietario; es ley natural que el hombre quiera vivir de los frutos que
le rinde su propiedad, a través del trabajo. Y, por ello mismo, el
despojo sobre el que se funda el capitalismo (la concentración de esa
propiedad que naturalmente debería estar repartida) deja en el alma una
herida irrestañable. Son varias las agonías por las que ha
atravesado el capitalismo; y en todas, en lugar de aceptar su error, ha
perseverado en él. Pero las almas heridas y sangrantes suelen (sobre
todo cuando se las priva de consuelo sobrenatural) reaccionar muy
malamente. Ha ocurrido en el pasado y volverá a ocurrir en un futuro
próximo.
Autor: Juan Manuel de Prada
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