Allá por 1950, Agustín de Foxá escribía una Tercera
clarividente en ABC, en la que alertaba sobre el «error de los
vencedores de la segunda Guerra Mundial» al pretender implantar
artificialmente «pacíficas repúblicas democráticas» entre pueblos que
repudiaban tal forma de gobierno. «Las culturas –escribía Foxá– tienen
su tiempo, como el crecimiento de los vegetales. Y nadie puede acelerar
el ritmo botánico de una selva». Como ejemplo de los peligros de esta
obsesión democrática, Foxá citaba (tal vez a modo de captatio benevolentiae)
el ejemplo de la América española, que separada de su madre «se
constituyó en múltiples repúblicas democráticas», para luego resignarse a
vivir «bajo el cetro de sus dictadores». Pero lo cierto es que la
América española había sido previamente civilizada y evangelizada; y su
repudio de las repúblicas democráticas se puede explicar en razón de su
filiación hispánica, que luego sus dictadores malversaron en beneficio
propio. Pero la crítica de Foxá se dirigía específicamente contra las
potencias vencedoras de la segunda Guerra Mundial, que «en lugar de
cristianizar» a los pueblos, los habían enseñado «a manejar las
ametralladoras». Y remataba su artículo con una premonición: «Estos
pueblos se aprovecharán de nuestra penicilina y nuestra democracia, y
desdeñarán nuestra alma escéptica. Es muy posible que por este error
estemos los occidentales cavando nuestra propia tumba».
Aquella premonición de Foxá se ha cumplido plenamente.
Los occidentales, en efecto, hemos cavado nuestra propia tumba,
pretendiendo implantar por doquier «pacíficas repúblicas democráticas».
Sólo que este empeño de llevar hasta los confines del atlas la libertad,
la democracia y la sociedad abierta escondía tras su fachada
grandilocuente sórdidos propósitos expoliadores; pues lo que en verdad
se oculta tras esa trinidad de eufónicas palabras es el Dinero, dios al
que se rinden los sacrificios más cruentos. El hambre de dinero, todavía
disfrazada con una cínica pátina de cristianismo, guió la creación de
«pacíficas repúblicas democráticas» tras la segunda Guerra Mundial; el
hambre de dinero guió los procesos abiertos tras el colapso del
comunismo en los países que padecieron su tiranía (a los que, a cambio
de ingresar en la «sociedad abierta», se obliga a renunciar de su
tradición cristiana); y el hambre de dinero guió los procesos que se han
pretendido realizar en los países islámicos, donde el Nuevo Orden
Mundial, con tal de llevar a cabo su designio, no ha vacilado en liberar
los demonios encadenados por aquellos tiranuelos a los que previamente
entronizó; y ahora, con los demonios desatados, pretendemos conjurar el
peligro invocando un quimérico «islam moderado» frente al yihadismo y
otras memeces con olor a diarrea.
En el artículo que citábamos arriba, Foxá auguraba que
«la palanca que un día descuelgue la bomba atómica sobre Roma» sería
movida «por un brazo oscuro, recién salido de la Prehistoria». Pero ese
brazo oscuro no necesitará descolgar bombas atómicas sobre Roma: le
bastará con degollar muy de vez en cuando a algún solitario carca
recalcitrante, mientras profana tranquilamente los templos de Roma, con
el beneplácito de los mamporreros del Nuevo Orden Mundial, que le harán
pasillo (sociedad abierta… de esfínteres) y lo jalearán con el mismo
entusiasmo con el que antes jaleaban la constitución por las buenas o
por las malas de «pacíficas repúblicas democráticas» entre pueblos que
repudian tal forma de gobierno. La Historia nos demuestra repetidamente
que quienes se llenan la boca de palabras grandilocuentes son los
primeros en hacer gárgaras con ellas.
Autor: Juan Manuel de Prada
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