El Gobierno nos ha abrumado con un
pedrisco de datos que confirma el fracaso de la Universidad: el índice
abandono de los estudios universitarios alcanza en España un 30 por
ciento, aproximadamente el doble de la media europea; en España hay el
doble de estudiantes universitarios que en Alemania, para una población
que es casi la mitad, etcétera.
Son datos, en verdad, pavorosos, que el
Gobierno pretende combatir con una subida de las tasas de matriculación
que afectaría en especial a los «repetidores». Resulta muy llamativo que
el Gobierno, después de hacer el diagnóstico de la enfermedad, no
acierte con el remedio; donde vuelve a probarse la incapacidad de
nuestra época para atajar los males en su raíz, según la consigna en
boga, que consiste en poner tronos a las causas y cadalsos a las
consecuencias.
Que a la universidad llegan en aluvión informe muchos
jóvenes incapacitados para el estudio es un hecho; también lo es que ese
aluvión ha propiciado una proliferación insensata de universidades. Y
de ese aluvión informe y esa proliferación insensata se ha seguido,
inevitablemente, la conversión de la Universidad en una expendeduría de
títulos que en la mayoría de los casos no son sino papel mojado para
quien los obtiene, obligado a aceptar trabajos ínfimos que no justifican
el esfuerzo de tantos años de estudio (pensemos, por ejemplo, en tantos
miles de periodistas titulados que, después de cinco años de estudio,
se ven en el dilema de aceptar sueldos cieneuristas o engrosar el paro);
y, para quien no los obtiene (los «repetidores» contumaces a quienes
ahora se pretende endosar el quebranto del erario público), motivo de
sempiterna frustración.
Si en verdad se desease combatir esta lacra, ¿no
sería mucho más eficaz, en lugar de subir las tasas de matriculación
universitaria, fomentar un verdadero discernimiento de las vocaciones,
de tal modo que los jóvenes que no han sido llamados al estudio no se
matriculen en la Universidad? Leonardo Castellani, que en el escrutinio
del problema educativo era como en tantas otras cosas un lince, lo
expresaba paladinamente: «Si existiese tan siquiera un bachillerato
serio porque el de ahora es chirimbaina muchísimos muchachos sin
vocación real para el trabajo intelectual serían detenidos a tiempo en
el engranaje fatal que los lleva a la ruina como hombres, y al destino
de ser desadaptados sociales y polilla de la sociedad». Y esos muchachos
encauzarían su vida por el desempeño de oficios provechosos, lo que
redundaría en bien para ellos, y en estímulo para la economía nacional.
Un bachillerato exigente, que empeñe el intelecto y ayude a discernir
vocaciones, en lugar de confundirlas en aluvión informe mediante la
anestesia del intelecto, sería la solución al mal. Salvo que lo que se
pretenda no sea solucionar el mal, sino recaudar; pues entonces lo que conviene es que la
Universidad no sea puerta angosta, sino casa de tócame Roque; o sea, la
misma fábrica de desadaptados sociales y polilla de la sociedad, sólo
que con las tasas de matriculación más elevadas.
La causa del mal que el Gobierno pretende atajar en sus
consecuencias últimas es la falsificación de la educación, que ha
sacrificado la cantidad a la calidad y ha multiplicado los centros de
enseñanza, con menosprecio del vigor de la enseñanza. Solo un
bachillerato serio puede salvar la Universidad, que así tal vez podría
volver a ser un semillero de auténticos sabios, en lugar del vasto y
costoso aparato de fabricar profesionales en serie, destinados a comerse
el papel mojado de su título con patatas. O sin patatas, que la crisis
impone el ayuno.
Autor: Juan Manuel de Prada
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