¿Sería, en verdad, tan trágico volver a
manejarnos con pesetas? No, desde luego, para la productividad de
nuestra economía real, que volvería a ser «competitiva», como
continuamente reclaman nuestros políticos. Hasta ellos mismos saben, sin
embargo, que es precisamente la permanencia en el euro lo que impide
que seamos «competitivos», porque impone costes de producción que en una
economía global resultan desorbitados: siempre habrá, en los arrabales
del atlas, países donde la gente labore a destajo por sueldos de
miseria, produciendo a un coste infinitamente menor. Y, en su obsesión
por permanecer en el euro, a nuestros gobernantes no les resta otra
salida sino «flexibilizar el mercado laboral»: es decir, imponer sueldos
de miseria y obligar a quienes todavía mantengan su puesto de trabajo a
laborar a destajo (pues tendrán que laborar el doble: por sí mismos y
por los que lo hayan perdido). Pero, como la rebaja de los sueldos no se
corresponde con una rebaja de los precios, la permanencia en el euro
nos aboca irremisiblemente a un «escenario» de conflictividad social
creciente, con unas clases medias cada vez más empobrecidas. Todo esto
se remediaría volviendo a la peseta: la devaluación de la moneda, tras
un primer momento de pánico, equilibraría salarios y precios, se
produciría con costes mucho más bajos y nuestra economía volvería a ser
competitiva: aumentarían las exportaciones y los inversores extranjeros
acudirían a nuestros pagos como moscas a la miel. Sobre esta base se
fundó el «milagro» económico del franquismo, allá por los años sesenta,
del que nos aprovecharíamos en las décadas sucesivas, hasta que la falsa
prosperidad traída por el euro nos convirtió en una economía
improductiva de burocracias hipertrofiadas y «servicios».
Pero la vuelta a la peseta, que tan benéficos efectos
tendría en la economía real, nos expondría a turbulencias insoportables
ante los «mercados financieros»: la inevitable devaluación monetaria
multiplicaría por tres o por cuatro nuestra deuda, convirtiéndonos
automáticamente en un país quebrado, cosa que tal vez seamos ya; sólo
que, mientras permanezcamos en el euro, tal quiebra no se declarará,
porque no le interesa a las economías motoras de la UE (a menos, claro
está, que tales economías sucumban también a las turbulencias de los
mercados financieros). Sin embargo, la permanencia en el euro, con
sueldos cada vez más menesterosos y precios cada vez más inaccesibles,
provocará la irremediable destrucción de nuestras clases medias,
exactamente como ocurrió en la Argentina con la artificial paridad
peso/dólar. Situación a la que puso fin el famoso «corralito», que hoy
tanto nos amedrenta: de repente, los argentinos vieron cómo sus ahorros
se reducían a una tercera parte y, paralelamente, su deuda pública se
multiplicaba por tres; pero lanzaron un órgano a los organismos
monetarios internacionales, y lo ganaron. Los argentinos tuvieron
arrestos para afrontar tal cataclismo, que a fin de cuentas no fue sino
un aterrizaje (todo lo accidentado que se quiera) en la cruda realidad;
y, superados los efectos de aquel aterrizaje, la economía argentina
empezó a despegar. Y, si no ha despegado más, es porque soporta la
rémora de una clase política corrupta y rapaz.
A la postre, los efectos del «corralito» argentino no
fueron tan funestos como los pintan. Desde luego, lo fueron para los
ahorradores que vieron mermadas sus fortunas, construidas con «dinero
fantasma»; pero a quienes allegan tesoros en la tierra ya les advierte
el Evangelio que habrán de tenérselas con la polilla, el orín... y los
ladrones.
Autor: Juan Manuel de Prada
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