sábado, 19 de mayo de 2012

Corralito

¿Sería, en verdad, tan trágico volver a manejarnos con pesetas? No, desde luego, para la productividad de nuestra economía real, que volvería a ser «competitiva», como continuamente reclaman nuestros políticos. Hasta ellos mismos saben, sin embargo, que es precisamente la permanencia en el euro lo que impide que seamos «competitivos», porque impone costes de producción que en una economía global resultan desorbitados: siempre habrá, en los arrabales del atlas, países donde la gente labore a destajo por sueldos de miseria, produciendo a un coste infinitamente menor. Y, en su obsesión por permanecer en el euro, a nuestros gobernantes no les resta otra salida sino «flexibilizar el mercado laboral»: es decir, imponer sueldos de miseria y obligar a quienes todavía mantengan su puesto de trabajo a laborar a destajo (pues tendrán que laborar el doble: por sí mismos y por los que lo hayan perdido). Pero, como la rebaja de los sueldos no se corresponde con una rebaja de los precios, la permanencia en el euro nos aboca irremisiblemente a un «escenario» de conflictividad social creciente, con unas clases medias cada vez más empobrecidas. Todo esto se remediaría volviendo a la peseta: la devaluación de la moneda, tras un primer momento de pánico, equilibraría salarios y precios, se produciría con costes mucho más bajos y nuestra economía volvería a ser competitiva: aumentarían las exportaciones y los inversores extranjeros acudirían a nuestros pagos como moscas a la miel. Sobre esta base se fundó el «milagro» económico del franquismo, allá por los años sesenta, del que nos aprovecharíamos en las décadas sucesivas, hasta que la falsa prosperidad traída por el euro nos convirtió en una economía improductiva de burocracias hipertrofiadas y «servicios».
 
Pero la vuelta a la peseta, que tan benéficos efectos tendría en la economía real, nos expondría a turbulencias insoportables ante los «mercados financieros»: la inevitable devaluación monetaria multiplicaría por tres o por cuatro nuestra deuda, convirtiéndonos automáticamente en un país quebrado, cosa que tal vez seamos ya; sólo que, mientras permanezcamos en el euro, tal quiebra no se declarará, porque no le interesa a las economías motoras de la UE (a menos, claro está, que tales economías sucumban también a las turbulencias de los mercados financieros). Sin embargo, la permanencia en el euro, con sueldos cada vez más menesterosos y precios cada vez más inaccesibles, provocará la irremediable destrucción de nuestras clases medias, exactamente como ocurrió en la Argentina con la artificial paridad peso/dólar. Situación a la que puso fin el famoso «corralito», que hoy tanto nos amedrenta: de repente, los argentinos vieron cómo sus ahorros se reducían a una tercera parte y, paralelamente, su deuda pública se multiplicaba por tres; pero lanzaron un órgano a los organismos monetarios internacionales, y lo ganaron. Los argentinos tuvieron arrestos para afrontar tal cataclismo, que a fin de cuentas no fue sino un aterrizaje (todo lo accidentado que se quiera) en la cruda realidad; y, superados los efectos de aquel aterrizaje, la economía argentina empezó a despegar. Y, si no ha despegado más, es porque soporta la rémora de una clase política corrupta y rapaz.
 
A la postre, los efectos del «corralito» argentino no fueron tan funestos como los pintan. Desde luego, lo fueron para los ahorradores que vieron mermadas sus fortunas, construidas con «dinero fantasma»; pero a quienes allegan tesoros en la tierra ya les advierte el Evangelio que habrán de tenérselas con la polilla, el orín... y los ladrones.
 

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