Cuando alguien, en el futuro, trate de
diagnosticar la locura autodestructiva que nos acometió durante estos
años haría bien en estudiar el proceso de desnaturalización y
desmantelamiento de las cajas de ahorro. Porque las cajas de ahorro
fueron en su origen uno de lo más nobles inventos del genio humano:
captaban depósitos a cambio de un interés razonable; con el monto de los
depósitos captados, prestaban dinero a quien lo necesitaba,
favoreciendo la redistribución de la riqueza; y, si obtenían beneficios,
los invertían en fines sociales. Sobre aquellas cajas de ahorro cayeron
los pajarracos del control político y el capitalismo financiero: sus
órganos de gobierno fueron acaparados por los politiquillos, que
eliminaron las restricciones a su actividad, ofreciendo a sus clientes
todo tipo de «servicios financieros», a imitación de cualquier banco
convencional. De este modo, dejaron de conceder préstamos sobre el monto
de los depósitos captados, para internarse en el ámbito de lo que el
filósofo Santayana denominó «niebla de las finanzas», allá donde el
dinero se convierte en un fantasma inmaterial que igual que se expande
sin límites se disipa sin dejar ni rastro. Empezaron a prestar dinero
con una finalidad que ya no era social, para atender los intereses de
los politiquillos que las controlaban; y, para captar los fondos que
precisaban, se entregaron a los birlibirloques financieros.
Paralelamente, sus directivos lacayos al servicio de los politiquillos
empezaron a cobrar sueldos de escándalo.
El resultado de aquel proceso de desnaturalización ya lo
conocemos: las cajas de ahorro fueron a la ruina, como ocurre tarde o
temprano con toda institución humana que traiciona su fin originario.
Pero, ¿qué se hizo de aquella ruina? Increíblemente, los causantes del
desastre resolvieron que la salvación de las cajas de ahorro que
previamente habían arruinado se cifraba en su concentración. A nadie se
le ocurriría pensar que con una lechuga mustia, una cebolla mohosa y
cuatro tomates podridos se puede hacer una ensalada suculenta, con tan
sólo cargar la mano en el aliño; pero esto es lo que exactamente se hizo
con las cajas de ahorro: se juntaron las cajas arruinadas, se apilaron
sus escombros y se nos hizo creer con la propaganda a modo de aliño
que la escombrera resultante era un edificio de fachada lustrosa y
aposentos magníficos, regentado además por los mismos que habían causado
su ruina. En la sociedad de masas resulta sencillo obrar este tipo de
«falsos prodigios», en volandas de la sugestión colectiva; pero que,
tras la desnaturalización y desmantelamiento de las cajas de ahorro,
hayamos llegado a creer que, amontonando sus escombros y fiando la
dirección de la escombrera a los mismos que la causaron, podría obrarse
el milagro... nos confirma que nuestro grado de cretinización gregaria
ha alcanzado cotas de pura demencia.
También es rasgo inequívoco de cretinización pensar que
la escombrera resultante del proceso de concentración de las cajas de
ahorro es un organismo enfermo, frente al resto de la banca, que
permanecería sana. Pues lo que llevó a la ruina a las cajas de ahorro
fue la desnaturalización que les permitió actuar sin las restricciones
legales de antaño, ampliando su ámbito de actuación, cambiando su
clientela tradicional y ofreciendo «servicios financieros»; esto es,
comportándose a todos los efectos como un banco. Si las cajas de ahorro
han fenecido es porque han bebido del mismo manantial emponzoñado en el
que abrevan los bancos; y los efectos de la ponzoña no tardarán en
declararse en toda su pavorosa magnitud.
Autor: Juan Manuel de Prada
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