lunes, 16 de julio de 2012

Dos conmemoraciones

Vaya por delante que abomino de las conmemoraciones históricas (al menos, tal como hoy se celebran), pues sólo son una excusa para el fasto inane y la mamandurria de los «intelectuales» orgánicos. Pero las respectivas conmemoraciones que en este año han merecido dos acontecimientos históricos como son la promulgación de la Constitución de Cádiz y la batalla de las Navas de Tolosa nos sirven para entender un poco mejor el grado de postración y acabamiento en el que se halla inmersa nuestra patria. La Constitución de Cádiz fue celebrada con algarabía pomposa; la batalla de las Navas de Tolosa, por el contrario, ha sido silenciada concienzudamente, como se silencian las enfermedades vergonzantes o las taras hereditarias.

En Cádiz, mientras los patriotas se batían con denuedo contra el invasor francés, los señoritos liberales se juntaron para promulgar una constitución que consagraba las mismas ideas que Napoleón trataba de imponernos con la sangre. Para ello, convocaron unas Cortes fraudulentas, atribuyéndose una representación popular de la que carecían, y orquestaron una feroz campaña de propaganda que incluyó la contratación de una «claque» mercenaria que hizo imposibles las discusiones. De aquel aquelarre rabiosamente antipopular (¡pintado después como un dechado de democracia por sus turiferarios!), en el que hombres eximios como Jovellanos no quisieron participar por considerarlo una pantomima, saldría una constitución que podríamos calificar de nonata, si no fuera porque vista con perspectiva histórica puede considerarse el hito inaugural (mojón, más bien) de los muchos males que a partir de entonces afligirían a nuestra patria: pérdida de las Españas de Ultramar, asonadas de militarotes liberales, guerras civiles urdidas para someter a un pueblo que se negaba a aceptar tesis contrarias a su tradición política, etcétera. Así hasta llegar a nuestros días, en los que disfrutamos opíparamente de los lodos que trajeron aquellos polvos gaditanos en los nacionalismos vasco y catalán, incomprensibles sin el concepto de «autoridad soberana» emanado de las constituciones liberales.

En las Navas de Tolosa, los diversos reinos hispánicos se coaligaron para batallar contra el invasor almohade, atendiendo el llamamiento a la cruzada realizado por el Papa Inocencio III. A este llamamiento acudieron con sus huestes los reyes de Castilla, Aragón y Navarra, acudieron las tropas señoriales, las mesnadas concejiles y las órdenes militares, que solicitaron batallar en vanguardia, junto al vasco Diego López de Haro. Aquella sí fue una empresa colectiva, en la que el pueblo combatió al lado de sus reyes y señores (muy distinta de la traición urdida de espaldas al pueblo por los liberales en Cádiz), que dieron ejemplo de arrojo y valentía, encabezando la carga contra la morisma al grito de «¡Aquí se viene a morir!». En las Navas de Tolosa, donde las tropas almohades duplicaban en número al ejército cristiano, los invasores fueron sin embargo expulsados. Aquella sangre derramada de cristianas venas nos libró de un destino de esclavitud oprobiosa; y fue, seguramente, la batalla más decisiva de nuestra Reconquista.

Hoy aquella empresa colectiva en la que nuestros antepasados repelieron el avance musulmán es silenciada por los mismos que conmemoran con alborozo las cortes de Cádiz, donde cuatro señoritos vendieron la primogenitura de España por un plato de lentejas revolucionarias. Es lógico que así sea: la España reducida a papilla que no se atreve a conmemorar aquella batalla de las Navas de Tolosa tampoco sería capaz de librarla.

Autor: Juan Manuel de Prada

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