lunes, 24 de septiembre de 2012

Consecuencias de la demogresca

Me comentaba el otro día un amigo barcelonés que lo más significativo de la manifestación multitudinaria que se celebró en la pasada Diada, reclamando la independencia de Cataluña, era la participación de gentes que hasta hace poco habían permanecido ajenas a las vindicaciones nacionalistas, clases medias del barrio del Ensanche que acudían en familia a la manifestación, portando globos y «esteladas», como quien acude a una fiesta cívica. La desafección a España ha crecido en Cataluña hasta anegar capas de la sociedad que tradicionalmente contemplaban los escarceos nacionalistas con desinterés o aburrido desapego; y esta realidad creciente parece haberse incrementado con el deterioro institucional provocado por la crisis económica. Durante años, las tensiones separatistas que afloraban en Cataluña se interpretaban en el resto de España como añagazas de los políticos catalanes que, exaltando los factores diferenciales, lograban distraer la atención popular de su gestión aproximadamente desastrosa; pero cada vez son más los catalanes que, con independencia de la opinión que les merezcan sus dirigentes, desean separarse de España; y esto ocurre, paradójicamente, cuando Cataluña ha reclamado ayuda económica al Estado español.

Es la consecuencia natural de muchos años de demogresca. La casta política descubrió que el mejor modo de mantener su hegemonía consistía en azuzar las diferencias ideológicas entre los españoles; y que, cuanto más se azuzasen tales diferencias, más se anestesiaría en la sociedad el ímpetu necesario para abordar las empresas que requieren el concurso de la unidad. Una España separada en banderías ideológicas, incapaz de lograr el entendimiento aún en las cuestiones que afectaban a su propia supervivencia, era una España impotente al esfuerzo vital que tendría que cifrar toda esperanza de salvación en la acción de su casta política, encargada de «representar» (en el doble sentido de la palabra) tales diferencias, que en aquellas regiones españolas donde tenían arraigo las tesis separatistas alcanzaban una expresión paroxística. La execración de España desde Cataluña (y, también, la execración de Cataluña desde el resto de España) se ha convertido, durante décadas, en una opípara fuente de demogresca cuyas consecuencias padecemos ahora, sin vislumbre de solución.

En la contención del separatismo se suelen mencionar dos diques (la Constitución y la Unión Europea) que en realidad son sus más seguros acicates. En la calculada ambigüedad de la Constitución se halla el comienzo de un proceso disgregador que, desde su promulgación, no ha hecho sino exacerbarse; y las sucesivas interpretaciones que se han hecho de tal ambigüedad calculada (desde el infausto «café para todos», que igualó a regiones sin tradición foral con regiones como Cataluña que eran «realidades biológicas» con entidad histórica, a las crecientes cesiones de competencias que han ido adelgazando el papel vertebrador del Estado) no han hecho sino agravar este proceso. La mención de la Unión Europea como dique frente al separatismo es incluso más irrisoria; pues ha sido, precisamente, el ingreso en la Unión Europea lo que ha debilitado todavía más la conciencia de pertenencia a España entre los catalanes, que se sienten más cómodamente instalados en una organización supranacional que difumina las fronteras y reparte subvenciones entre sus Estados miembros. Mencionar la Constitución y la Unión Europea como diques de contención frente al separatismo catalán resulta tan temerario como mencionar la soga y el cuchillo como diques de contención frente al suicidio.

Autor: Juan Manuel de Prada

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