lunes, 29 de octubre de 2012

Desdiosados

Marcelino Menéndez Pelayo
Resulta, en verdad, muy ilustrativo del estado de postración y acabamiento en que nos hallamos el displicente desdén con que se ha conmemorado el centenario de la muerte de don Marcelino Menéndez Pelayo, en una época tan propensa a las conmemoraciones hueras, chirles y hebenes. Y es que el gran polígrafo santanderino encarna casi todas las ideas de las que nuestra época reniega; y renegando de ellas morirá, después de que le den la extremaunción (o más bien los exorcismos). 

Lo más trágico del asunto es que morirá, precisamente, por haber renegado de tales ideas; en lo que, al menos, nadie podrá decir que nuestra época no concedió libertad para suicidarse, lo mismo a las naciones que a las personas. En el epílogo de sus Heterodoxos, Menéndez Pelayo -en célebre frase que pone de los nervios a nuestra época-, después de afirmar una evidencia (a saber, que la fe católica ha sido lo que ha dado ser y sustancia a España a lo largo de los siglos), vaticina que el día en que España vuelva la espalda a esa fe que la constituye no le restará otra suerte sino disgregarse en mezquinos reinos de taifas, a la greña entre sí, para regocijo de carroñeros foráneos prestos a la rapiña. El vaticinio de Menéndez Pelayo ya se está cumpliendo ante nuestros ojos; aunque, por supuesto, nos moriremos sin reconocerlo, como les ocurre a quienes padecen una enfermedad vergonzante.

Escribió Belloc, en la misma línea que Menéndez Pelayo, que las civilizaciones las fundan las religiones; y que, cuando las religiones se debilitan y oscurecen, las civilizaciones claudican, se desintegran y fenecen. Y es que la religión, en efecto, enseña al hombre cuál es su misión en la tierra, que no es otra sino la de estar ligado, unido en abrazo con otros hombres, y recogido amorosamente en el seno divino. Todo cuanto ha sido creado ha nacido con una vocación de unidad, desde los ángeles hasta los átomos; nada subsiste separado o desgajado de sus semejantes. Y, cumpliendo esa vocación para la que hemos nacido, nos ligamos con nuestros semejantes, en matrimonio o en comunidad política. Ocurre esto mientras hay religión; porque, faltando esta, todas las uniones se tornan quebradizas y artificiales, pues les falta su razón de ser. Cuando no hay una divina paternidad común, toda fraternidad humana es inútil empeño; y, aunque se disfrace muy zalameramente de retóricas pomposas, acaba degenerando en querella, porque sólo la sostiene el interés.

Por supuesto, los hombres se inventan diversos sucedáneos idolátricos que llenen el hueco dejado por Dios; y fingen que tales idolillos bastan para mantener su vocación de unidad traicionada. Pero tales idolillos no hacen sino encizañar más a los hombres, que acaban como aquellos personajes del cuadro de Goya: hundidos basta el corvejón en la ciénaga de sus rencillas, mientras se propinan garrotazos entre sí. Y así, desdiosada, la democracia se convierte en demogresca; así, desdiosadas, las naciones más grandes se hacen añicos y se tornan muchas, pequeñas y esclavas; así, desdiosados, los gobernantes se convierten en máquinas sin alma que acatan los dictados de la avaricia extranjera; así todo, sucesivamente, se va al garete, entre divisiones y rebatiñas. Todos los epifenómenos que hoy padecemos, englobados bajo el marbete eufemístico de «crisis» -económica, institucional, política, social, etcétera-, no son sino síntomas hormigueantes, tumultuosos e histéricos de una misma enfermedad, que Menéndez Pelayo resumía magistralmente en el epílogo de sus Heterodoxos.

Autor: Juan Manuel de Prada

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