Beatriz Viana |
La
directora de la Agencia Tributaria, Beatriz Viana, a la conclusión de
una rueda de prensa en la que la han bombardeado con preguntas sobre la
«amnistía fiscal» a la que podría haberse acogido Luis Bárcenas, ha
reconocido a una colaboradora:
-No sé ni lo que he dicho. Ahora me van a sacar cualquier barbaridad.
Los micrófonos, todavía encendidos, se han
encargado de registrar tan atribulada confesión. Pero mucho más que el
desliz o desahogo de Viana llama la atención su gesto entre horrorizado y
contrito, que nos confirma que, en efecto, ha estado ensartando
palabras al buen tuntún, en una verborrea confundidora no sólo para
quienes la acaban de escuchar, sino para ella misma. No es el gesto de
quien acaba de mentir a sabiendas, ni tampoco el de quien acaba de
despacharse de manera imprudente, sino más bien el de quien ha hablado
sobre la marcha, consciente de que en sus respuestas aturulladas pueden
detectarse fácilmente inconsecuencias, incongruencias, disparates,
desatinos, una logomaquia forzada que a buen seguro estará regada de
«barbaridades». Y en su gesto también se percibe que no lo ha hecho por
gusto, ni por bellaquería, ni siquiera por salir del brete; se la nota
abrumada, cohibida, consciente de que sus respuestas han resultado
escasamente verosímiles, aunque luego trate de disfrazar su disgusto con
una sonrisa desvaída. Pero es una sonrisa -casi un puchero resignado-
que sólo sirve para subrayar su desconcierto.
Estamos acostumbrados a que nuestros políticos
nos suelten las más diversas «barbaridades» sin que se inmute su
semblante, sin que tiemble su voz, con esa jeta de feldespato que ponen
los cínicos cuando mienten o tergiversan las cosas, fingiendo
convicción, seguridad y aplomo. Por eso el gesto de Viana nos ha
resultado casi conmovedor: aunque no haya tenido el valor de callar o
decir la verdad ante las preguntas de la prensa, Viana se muestra
incómoda, turbada, tal vez incluso íntimamente avergonzada de sí misma; y
aunque no le preocupe tanto no saber «ni lo que ha dicho» como el hecho
de que le saquen en televisión «cualquier barbaridad», subsiste en ella
todavía un rescoldo de pundonor. Sabe que no ha resultado convincente,
sabe que ha soltado las cuatro consignas del «argumentario» oficial,
aderezadas con una cháchara barullera; y siente que, al soltarlas, se ha
dejado algunos pelos en la gatera.
Viana no es una profesional de la política, sino
una inspectora del Ministerio de Hacienda que ha ido asumiendo cargos de
creciente responsabilidad en la administración tributaria, hasta
finalmente ser elegida para puestos tan delicados como el que ahora
ocupa. En su gesto compungido se resume la tragedia de la función
pública, avasallada y colonizada por el Estado de partidos. Viana, al
convocar la rueda de prensa, actuaba como una funcionaria pública; pero,
a medida que las preguntas de los periodistas resultaban
comprometedoras, empezaría a actuar en defensa de los intereses del
Gobierno: como funcionaria pública, sabía perfectamente de lo que
hablaba; pero las preguntas de los periodistas la obligarían a
improvisar sobre la marcha justificaciones que, íntimamente, la harían
sonrojar, tal vez a afirmar sin dubitación extremos sobre los que ella
misma, como funcionaria pública, mantiene dudas y reservas. Viana,
ciertamente, está al frente de la Agencia Tributaria porque ella así lo
ha querido; pero sospecho que en su gesto compungido se resume la
esquizofrenia propia del político que acaba aceptando «barbaridades» que
como funcionario no habría admitido.
Autor: Juan Manuel de Prada
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