domingo, 28 de abril de 2013

Confianza

Alfonso Alonso
El portavoz parlamentario del Partido Popular, Alfonso Alonso, reclama a los españoles «confianza» en las reformas económicas del Gobierno, cuyos resultados «tardan en llegar». Pero para que alguien despierte «confianza» es preciso que previamente se la haya ganado; esto es, que sus acciones previas se hayan probado acertadas, y que desde la seguridad de sus aciertos previos sus acciones presentes o futuras susciten una esperanza firme. Confianza puede reclamar el padre a sus hijos, el esposo a su esposa y, desde luego, el gobernante a sus gobernados; pero tal confianza se tiene que fundar necesariamente en hechos previos que avalan su conducta. Lo que el portavoz parlamentario nos reclama no es «confianza», sino más bien fe, puesto que nos exhorta a creer en algo que no hemos visto; incluso, si se me permite, nos reclama una fe de tipo idolátrico que se salte a la torera el asentimiento racional.

En la fe religiosa se nos demanda que creamos unas verdades que, aunque no son alcanzables por la fuerza intelectiva natural, no exigen que reneguemos de ella, abriéndonos a un misterio que no sólo no repugna a la razón, sino que le permite penetrar el sentido profundo de las cosas. La confianza que reclama Alonso, en cambio, participa de las características propias de la fe idolátrica, que exige renegar de la razón. Porque irracional es, por ejemplo, aceptar que la reforma laboral mejorará nuestra situación económica. Y no se trata aquí de subrayar que los datos de la reciente encuesta de población activa (al igual que las anteriores) lo desmientan; pues aunque a la vista de tales datos mostrar «confianza» resulte, en verdad, tarea ímproba, al menos podríamos mantener un «asentimiento racional» si los fundamentos de tal reforma no repugnasen a la razón. Pero la razón nos enseña que el trabajo es la causa eficiente primaria de las relaciones económicas; y pensar que debilitando esta causa eficiente primaria se pueda robustecer la economía es tan ilógico como pensar que se pueda reparar el tejado de un edificio excavando sus cimientos y empleando la tierra que de allí se ha sustraído en la fabricación de tejas. Aun en el caso improbable de que se lograra reparar el tejado, el edificio entero se vendría abajo. 

Una reforma laboral que fomenta un empleo cada vez más precario no puede dinamizar la economía. Por un lado, favorece el despido; por otro, la contratación en condiciones cada vez más oprobiosas. Como, además, esta «flexibilización del mercado laboral» no se acompaña de un descenso de los precios ni de un alivio fiscal, lo que logra es propagar la miseria, no sólo entre los trabajadores despedidos o contratados en condiciones cada vez más oprobiosas, sino también entre quienes los contratan y despiden, que tendrán mayores dificultades para encontrar quiénes consuman sus productos. Cuando esta reforma se aprobó, fue aplaudida desde sectores empresariales, que creyeron que disminuyendo los «costes de producción» podrían salir del agujero en que se hallaban; pero ahora vemos cómo ese agujero no ha hecho sino agrandarse, pues quien no tiene trabajo, o quien lo retiene de mala manera, deja de gastar. A la depauperación de las clases medias se sucede, infaliblemente, el cierre de las empresas. Y entretanto, el erario público se tiene que destinar a pagar los cada vez más numerosos subsidios de desempleo y los intereses de una deuda pública hipertrófica. 

No nos reclaman confianza, sino fe idolátrica. La misma que reclamaban los sacerdotes de Moloch a sus adeptos, mientras inmolaban a sus hijos en el altar del sacrificio.

Autor: Juan Manuel de Prada

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