miércoles, 8 de mayo de 2013

El discreto encanto de las autonomías

Uno de cada cuatro españoles abomina del Estado de las autonomías, según una de esas encuestas con que periódicamente nos apedrea el CIS; y siete de cada diez piensan que ha funcionado regular, mal o muy mal. Jaime G. Mora, comentando el pasado domingo estos datos estadísticos, observaba muy perspicazmente que el descrédito del régimen autonómico discurre paralelo al deterioro de nuestra economía: mientras duraron las vacas gordas, las autonomías molaban a (casi) todo hijo de vecino; ahora que las vacas flaquean, parecen haberse convertido en la bicha que conviene asfixiar. Es triste que los españoles guiemos nuestro aprecio o desprecio de las instituciones políticas por razones tan mostrencas, olvidando que la finalidad última de toda institución política es la consecución del bien común.

Y el caso es que el régimen autonómico del Estado es una de las mayores lacras que sufrimos los españoles; mas no porque incremente el gasto público. Hay que reconocer que el modelo de organización territorial diseñado en la Constitución de 1978 es un apaño chapucero, empezando por esa confusa distinción entre «nacionalidades y regiones» que establecía dos vías de acceso a la autonomía, pasando por el batiburrillo en el reparto de competencias y terminando por el dislocamiento que el régimen autonómico ha introducido en el sistema electoral. De todos estos errores de origen eran conscientes los llamados «padres de la Constitución», como luego han revelado en multitud de declaraciones, orales y escritas; y para justificar tales errores siempre se ampararon en una coartada que se ha revelado inane, cual era la de aquietar la voracidad nacionalista. Pero, dando por válida esa coartada, tratar de contentar a quienes nunca están contentos es un error craso, sobre todo si ese intento se hace a costa del bien común. Algunos ni siquiera aceptamos que tal coartada fuera la razón verdadera de tan craso error; por el contrario, pensamos que en el Estado autonómico los partidos políticos -tanto los nacionalistas como los «nacionales»- vislumbraron una suculenta oportunidad para engordar sus burocracias y parasitar los recursos públicos.

Pero, fuera cual fuese la razón última de aquel error, la triste realidad es que las autonomías, además de ser fuente de despilfarros, causa de embrollos administrativos y pitanza para el parasitismo de los partidos políticos, se han revelado como una formidable máquina de demogresca. Decía Aristóteles que el objeto de un gobierno sano es la consecución del bien común; y que el objeto de un gobierno corrompido es la consecución de intereses particulares. El sistema autonómico está diseñado para satisfacer una constante demanda de intereses particulares, logrados a costa del bien común; y la satisfacción de dichos intereses, además de generar procesos totalitarios en el ámbito de cada región -inmersiones lingüísticas, mitificaciones históricas, etcétera-, ha creado desde el primer momento una cadena de agravios entre regiones, poniendo en peligro la concordia de los españoles, que desposeídos de la noción de bien común, dejan de ser una «mancomunidad de almas», para convertirse en multitud de gentes enzarzadas entre sí en una consecución de sucesivos intereses particulares que, aun colmados, nunca sacian del todo (como ocurre siempre con los caprichos que se conceden a un niño emberrinchado). Y mientras crecía la demogresca alimentada por el Estado autonómico, crecían también las burocracias de los partidos políticos, que hallaron en la división creciente de los españoles su caldo nutritivo. Esto es lo que en verdad hace detestable el Estado de las autonomías.

Autor: Juan Manuel de Prada

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