martes, 28 de mayo de 2013

Violencia doméstica

El asesinato de cuatro mujeres en una semana, a manos de sus maridos, exmaridos o novios, ha servido para que nuestros políticos se crucen acusaciones y anuncien nuevas medidas legales contra los maltratadores, incluida una orwelliana «libertad vigilada» para quienes ya hayan cumplido su condena. Tendremos ocasión de comprobar cómo la eficacia de tales medidas será escasa, como en general lo ha sido la llamada «ley integral contra la violencia de género», a pesar de otorgar un tratamiento específico a este tipo de delitos, instrumentar tribunales para su enjuiciamiento y forzar el principio de igualdad por razón de sexo. Ocurre siempre así cuando se pone trono a las causas y cadalso a las consecuencias.

La violencia doméstica tiene su causa en la pasión de dominio inscrita en la naturaleza humana, que en el varón alcanza expresiones todavía más lastimosas cuando la acompaña la fuerza bruta. Acabar del todo con esta pasión de dominio es tarea imposible; pero no contenerla, corregirla y atemperarla, fomentando vínculos fuertes que generen relaciones de respeto y comprensión mutua entre hombres y mujeres. Esto sólo lo puede lograr, aunque sea de un modo no plenamente satisfactorio, la institución familiar, que genera compromisos fuertes que nos impiden ver al otro como un mero objeto de posesión y satisfacción de intereses egoístas. Cuanto más débil es la institución familiar, más fuerte se hace la pasión de dominio.
 
Nuestra sociedad, tan hipercivilizada, es también una sociedad desvinculada. Rehuimos los compromisos fuertes porque exigen esfuerzo y paciencia; pero en ese esfuerzo y paciencia que exige mantenerlos está el mejor antídoto contra la violencia. Y cuando esos compromisos fuertes son sustituidos por relaciones quebradizas y efímeras, cuando ya no subsiste un interés común nacido del vínculo, el otro se convierte automáticamente en un obstáculo para la consecución de nuestras apetencias, cuando no en un declarado enemigo. Ocurre hoy que, a la vez que se pretende perseguir la violencia doméstica, las formas de comunión humana que creaban vínculos de comprensión mutua, de afecto sincero y solidario, son hostigadas, en volandas de ideologías destructivas que ha convertido las relaciones de pareja en un vivero de odios. Luego, cuando los odios ya se han adueñado del maltrecho ámbito familiar, se presenta el enfrentamiento entre los sexos, con sus amargas secuelas de violencia y crimen, como consecuencia de la subsistencia de la familia natural, cuando en realidad es el producto inevitable de su destrucción. 
 
 
 En realidad, tales ideologías no han hecho sino introducir en las relaciones familiares el mismo esquema de lucha que otras ideologías anteriores introdujeron en el ámbito social o laboral, con los resultados ya conocidos. Así, unas relaciones fundadas en la complementariedad y los afectos mutuos, con todos los defectos e imperfecciones que se quiera, han sido sustituidas por relaciones regidas por la absolutización de la «realización personal». La violencia doméstica se erige así en una consecuencia inevitable de la desnaturalización de la institución familiar, como lo son tantas otras realidades complementarias en las que nuestra época se niega a descubrir una etiología común, desde el aborto al abandono de nuestros ancianos.
 
Lo más chocante de todo es que quienes han favorecido esta lacra, poniendo tronos a sus causas, quieran posar como sus más denodados combatidores, levantando cadalsos a sus consecuencias.
 

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