lunes, 3 de junio de 2013

Competitivos

Sin querer lanzar las campanas al vuelo, pero haciéndolas repicar de lo lindo, Rajoy nos adelantaba que los datos de empleo del mes de mayo que se harán públicos mañana nos traerán alegrías. En realidad, será las alegrías de la casa del pobre, pues mayo es un mes en el que siempre desciende el paro, porque se formalizan muchos contratos temporales en el sector turístico y aumentan las actividades laborales al aire libre. Así ha ocurrido –con la única excepción de 2008– desde que, allá a mediados de la década de los ochenta, se empezara a computar mensualmente la evolución del desempleo. Aquí cabría decirle a Rajoy lo mismo que mi abuelo me decía, en plan aguafiestas, cuando me dejaba arrastrar por el entusiasmo: «¡Menos lobos, tío Jeromo!».
 
También se nos repite que la reforma laboral empieza a cosechar sus frutos; y que la «moderación salarial» nos ha hecho más competitivos. Entre las perversiones lingüísticas introducidas por el cinismo de la «ciencia» económica, este mantra de la «moderación salarial» exige que le echen de comer aparte: pues todo lo que se modera –como la etimología de la palabra nos enseña– es porque se ajusta o se mantiene dentro de una medida; y para moderar los salarios no hay sino que ajustarlos a los precios, que son su medida. De donde se deduce que un descenso de los salarios realizado allá donde los precios no descienden –sino que, por el contrario, siguen aumentando–, debe designarse propiamente «inmoderación salarial». Por supuesto, esta inmoderación reduce los costes de producción y aumenta las exportaciones; pero, al mismo tiempo, contrae el consumo interno. Una economía que se hace «competitiva» erosionando la capacidad adquisitiva de sus agentes tiende a la larga a hacerse inviable; pero ya se sabe que la globalización demanda economías «competitivas» que abastezcan de productos a bajo coste. Tal vez ese sea el papel que la economía global nos ha asignado a medio plazo. Nos va a tocar trabajar «como chinos», ahora que los chinos empiezan a vivir como europeos.
 
Esta nueva economía «competitiva» que se nos viene encima empieza a enseñar la patita. Nos anuncia un «comité de expertos» nombrado por el gobierno que, en el futuro, las pagas de los jubilados deberán calcularse «de acuerdo a cálculos relacionados con la esperanza de vida»; lo que, traducido a román paladino, significa que, puesto que la esperanza de vida crece, deberán decrecer las pensiones, hasta acercarlas a un nivel de supervivencia. En esta misma línea «científica», un informe del Banco de España desliza que «cabría la posibilidad» de «explorar mecanismos excepcionales para evitar que el salario mínimo actúe como una restricción» para la contratación; lo que, traducido al román paladino, significa libertad para contratar en condiciones miserables, aprovechándose de la miseria en que se halla quien demanda trabajo y cargándose el último dique que garantiza –aunque sea precariamente– una mínima justicia social.
 
Ambas propuestas, bajo su maquillaje científico, se fundan en la exploración de los límites de la resistencia humana en condiciones adversas, que es el mismo criterio que fundaba el régimen alimentario –irreprochablemente científico– en los campos de trabajo soviéticos. En un mundo moderadamente cuerdo, propuestas como la del «comité de expertos» o la del Banco de España serían consideradas criminales; en un mundo inmoderadamente loco, pueden pasar por medidas que favorecen la «competitividad» de nuestra economía, en la que acabaremos compitiendo por un currusco de pan.
 

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