Van desfilando por la Audiencia Nacional quienes fueran
mandamases en la calle Génova y a todos les pregunta el juez Ruz si
cobraron sobresueldos en dinero negro, obteniendo siempre la misma
respuesta. ¡Por supuesto que no! Yo entiendo que todo procedimiento
judicial tenga sus liturgias, pero convocar como testigos a unos señores
para preguntarles si cobraron sobresueldos en dinero negro, o si vieron
que otros los cobrasen, es del género tonto. Si el dinero negro es, por
naturaleza, dinero que no se declara, parece de Perogrullo que sólo al
que asó la manteca se le ocurriría declarar que ha cobrado en dinero
negro. El dinero negro se pule y santas pascuas, como bien sabía aquel
gacetillero «sobrecogedor» de la anécdota que en cierta ocasión oí
referir a Jaime Campmany.
Resulta que había un gacetillero que todos los meses
recibía un sobrecito del Ministerio de Gobernación con un modesto
sobresueldo, en pago a su obediencia lacayuna a las consignas del
ministro. Un buen día le entregaron un sobre mucho más abultado de lo
habitual; gratamente sorprendido, y a la vez intrigado, el gacetillero
se encerró en un retrete para contar la cuantía de su sobresueldo y
comprobó que, en efecto, era una cantidad fastuosa, desmesurada para el
modesto servicio que prestaba. Por supuesto, entendió enseguida que se
trataba de una equivocación, pero decidió que se haría el longui, como
se hacía el longui todos los meses, cada vez que le entregaban el sobre,
siguiendo la receta de absoluta discreción que le habían dado en el
Ministerio. Así que, sin avisar a la familia ni al director de su
periódico, desapareció durante unos días, para pulirse el dinero. Cuando
por fin regresó a casa, lo aguardaban en el portal un par de guardias,
que lo condujeron ante el ministro. Antes de que su benefactor pudiera
reprenderlo, el gacetillero «sobrecogedor» dijo, muy solemne: «No puedo
devolverle ni un céntimo, señor ministro. Me lo he gastado todo». El
ministro se llevó las manos a la cabeza, espantado, y gritó: «¡Alma de
cántaro! ¿Pero es que no advirtió que esa cantidad estaba destinada a
retribuir servicios infinitamente más importantes que los
insignificantes que usted nos presta?». A lo que el gacetillero,
afectando humildad, respondió: «¿Y quién soy yo, señor ministro, para
medir su generosidad?».
Los sobresueldos en dinero negro, como bien sabía aquel
gacetillero, nunca se declaran. Bárcenas asegura, fundándose en unas
anotaciones contables de andar por casa, que los pagó; pero como no
aporte alguna otra prueba más contundente de tales pagos, me temo que
con sus imputaciones ocurrirá lo mismo que con el tercer huevo del
cuento: «Érase un joven que volvía de las aulas universitarias, ansioso
de dejar turulatos a sus padres con sus primores dialécticos. Hallándose
sentados los tres a la mesa, como viese dos huevos pasados por agua en
un plato, escondió uno con presteza e interrogó a su padre: ¿Cuántos
huevos hay en el plato?. Uno, le contestó su atolondrado progenitor.
Devolvió entonces al plato el huevo escondido y volvió a preguntar:
¿Cuántos huevos hay ahora?. Contestó el padre: Dos. A lo que arguyó
el sabiondo hijo: Antes había un huevo, ahora hay dos; es así que dos y
uno son tres, luego son tres los huevos del plato. Se admiraba el
padre, porque sus ojos solo veían dos huevos, en tanto que el agudo
ingenio de su ilustre vástago le demostraba que eran tres, cuando
intervino la madre, mucho más resuelta y avispada, que dio un huevo a su
marido, se cogió para sí el segundo y le dijo al sabiondo del hijo: El
tercer huevo, majete, te lo comes tú».
Autor: Juan Manuel de Prada
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