viernes, 16 de agosto de 2013

Gibraltar

Si Freud hubiese nacido en España habría dedicado un ensayo a Gibraltar, presentándolo como un trauma colectivo, cuyo ocultamiento o censura provoca en los españoles un complejo que emerge, de vez en cuando, disfrazado de neurosis.
 
–¡Gibraltar español! –se proclamaba antaño, cuando no había declinado nuestro ardor patriótico.
 
Gibraltar era la amputación (¿castración?) que hería el orgullo español; y lanzando esta proclama, el español sentía una suerte de alivio en su trauma, aunque supiese que nadie iba a escucharlo. Pero eso ocurría antaño; hogaño el español ya no tiene redaños para reivindicar la españolidad de Gibraltar, porque antes tendría que revindicar la de Gerona o Baracaldo, que ahora le obligan a escribir «Girona» y «Barakaldo». Cuando un tío de Cuenca o Albacete escribe mansurronamente «Girona» o «Barakaldo» es porque se ha vuelto eunuco de remate; y a un eunuco de remate no hay modo de levantarle el ardor patriótico, ni con el psicoanálisis freudiano ni con la reivindicación gibraltareña. 
 
El español siempre lleva las de perder con el inglés, porque el espíritu español es (o era) guerrero, frente al espíritu inglés, que es militar. El espíritu guerrero es un esfuerzo contra la organización; el espíritu militar, un esfuerzo de organización. Por eso los pueblos guerreros, aunque sean mucho más heroicos, pierden todas las guerras, que ganan indefectiblemente los pueblos militares; si repasamos los conflictos bélicos entre España y la pérfida Albión veremos que siempre ocurrió así. En su Idearium español, Ganivet establecía una clasificación psico-geográfica de los pueblos muy apañada. Los pueblos insulares como la pérfida Albión desarrollan el sentido de la agresión, persuadidos de que sólo la audacia y rapidez de la ofensiva pueden mantener incólume su aislamiento; de este modo, adquieren el refinado arte de librar sus guerras ofensivas en cualquier lugar del planeta que no sea el propio territorio. Los pueblos continentales como Francia, acostumbrados a las invasiones, desarrollan el sentido de la resistencia (las guerras napoleónicas, típicamente agresivas, serían expresión de la mentalidad insular de un corso). Los pueblos peninsulares como España, por su parte, desarrollan el sentido de la independencia, y su divisa no es otra sino que cada cual haga lo que le parezca conveniente; de este modo, su historia se convierte en un inacabable rosario de invasiones y de expulsiones: porque en ese «que cada cual haga lo que le parezca» habrá momentos en que la falta de iniciativa de los flojos favorezca la invasión; y momentos en que la iniciativa de los recios propicie la expulsión.
 
España es hogaño un país de flojos que escriben «Girona» y «Barakaldo»; y a los que, ni hartos de vino, se les ocurriría proclamar, como antaño: «¡Gibraltar español!». Esto la pérfida Albión lo sabe; y aunque hogaño también es un país de flojos, todavía conserva un fachadismo militar puramente retórico, pálida reminiscencia de su militarismo agresivo de antaño, que explica que nos mande la flota a Gibraltar, para intimidar (pero son intimidaciones de mariquita mala y decrépita). La pérfida Albión no va a soltar Gibraltar por una sencilla razón: si para el español de antaño Gibraltar era el símbolo freudiano de una amputación, para el inglés de hogaño constituye el antídoto simbólico contra una amputación, el único vestigio superviviente de un imperio extinto. Ciertamente, es un vestigio insignificante, pero una mariquita mala y decrépita tampoco puede permitirse el lujo de presumir de tamaño.
 

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