Si Freud hubiese nacido en España habría
dedicado un ensayo a Gibraltar, presentándolo como un trauma colectivo,
cuyo ocultamiento o censura provoca en los españoles un complejo que
emerge, de vez en cuando, disfrazado de neurosis.
¡Gibraltar español! se proclamaba antaño, cuando no había declinado nuestro ardor patriótico.
Gibraltar era la amputación (¿castración?) que hería el
orgullo español; y lanzando esta proclama, el español sentía una suerte
de alivio en su trauma, aunque supiese que nadie iba a escucharlo. Pero
eso ocurría antaño; hogaño el español ya no tiene redaños para
reivindicar la españolidad de Gibraltar, porque antes tendría que
revindicar la de Gerona o Baracaldo, que ahora le obligan a escribir
«Girona» y «Barakaldo». Cuando un tío de Cuenca o Albacete escribe
mansurronamente «Girona» o «Barakaldo» es porque se ha vuelto eunuco de
remate; y a un eunuco de remate no hay modo de levantarle el ardor
patriótico, ni con el psicoanálisis freudiano ni con la reivindicación
gibraltareña.
El español siempre lleva las de perder con el inglés,
porque el espíritu español es (o era) guerrero, frente al espíritu
inglés, que es militar. El espíritu guerrero es un esfuerzo contra la
organización; el espíritu militar, un esfuerzo de organización. Por eso
los pueblos guerreros, aunque sean mucho más heroicos, pierden todas las
guerras, que ganan indefectiblemente los pueblos militares; si
repasamos los conflictos bélicos entre España y la pérfida Albión
veremos que siempre ocurrió así. En su Idearium español, Ganivet
establecía una clasificación psico-geográfica de los pueblos muy
apañada. Los pueblos insulares como la pérfida Albión desarrollan el
sentido de la agresión, persuadidos de que sólo la audacia y rapidez de
la ofensiva pueden mantener incólume su aislamiento; de este modo,
adquieren el refinado arte de librar sus guerras ofensivas en cualquier
lugar del planeta que no sea el propio territorio. Los pueblos
continentales como Francia, acostumbrados a las invasiones, desarrollan
el sentido de la resistencia (las guerras napoleónicas, típicamente
agresivas, serían expresión de la mentalidad insular de un corso). Los
pueblos peninsulares como España, por su parte, desarrollan el sentido
de la independencia, y su divisa no es otra sino que cada cual haga lo
que le parezca conveniente; de este modo, su historia se convierte en un
inacabable rosario de invasiones y de expulsiones: porque en ese «que
cada cual haga lo que le parezca» habrá momentos en que la falta de
iniciativa de los flojos favorezca la invasión; y momentos en que la
iniciativa de los recios propicie la expulsión.
España es hogaño un país de flojos que escriben «Girona» y
«Barakaldo»; y a los que, ni hartos de vino, se les ocurriría
proclamar, como antaño: «¡Gibraltar español!». Esto la pérfida Albión lo
sabe; y aunque hogaño también es un país de flojos, todavía conserva un
fachadismo militar puramente retórico, pálida reminiscencia de su
militarismo agresivo de antaño, que explica que nos mande la flota a
Gibraltar, para intimidar (pero son intimidaciones de mariquita mala y
decrépita). La pérfida Albión no va a soltar Gibraltar por una sencilla
razón: si para el español de antaño Gibraltar era el símbolo freudiano
de una amputación, para el inglés de hogaño constituye el antídoto
simbólico contra una amputación, el único vestigio superviviente de un
imperio extinto. Ciertamente, es un vestigio insignificante, pero una
mariquita mala y decrépita tampoco puede permitirse el lujo de presumir
de tamaño.
Autor: Juan Manuel de Prada
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