A mí las candidaturas olímpicas españolas me recuerdan aquel motivo sangrante de la picaresca clásica.
Y el caso es que las Olimpiadas tienen su gracia.
Mientras se celebran, diríase que la gente hubiese padecido una
regresión colectiva a la infancia; y así, ocurren cosas la mar de
divertidas. Encendidos por un patriotismo como de humorada de Swift, los
periódicos conceden sus portadas a un tal García, que acaba de ganar
una medalla en esgrima o tiro con arco; y durante unos días, el tal
García, que había sobrevivido hasta entonces en el más espeso de los
anonimatos, alimentándose con bocadillos de sardinas, es encumbrado a la
categoría de héroe nacional, antes de regresar otra vez al olvido (y a
los bocadillos de sardinas). Todo este estado de euforia liliputiense
que provoca la celebración de unas Olimpiadas no negaremos que tiene su
encanto, siempre que no salpique demasiado. Por eso yo soy un firme
partidario de que las Olimpiadas se celebren cuanto más lejos mejor, a
ser posible en alguna región antípoda del planeta, para que las
transmisiones televisivas me pillen todas durmiendo.
En su famoso libro La decadencia de Occidente,
Oswald Spengler señalaba que uno de los síntomas más repetidos que
presentaban las civilizaciones en su itinerario hacia la ruina era la
sustitución de la tensión espiritual por la corpórea; y hallaba en el
deporte la expresión máxima de dicha sustitución. Para combatir esta
evidencia resaltada por Spengler, se han urdido todo tipo de
lucubraciones mentecatas que tratan de presentar el deporte como signo
de salud intelectual y moral de los pueblos. Así, por ejemplo, se ha
popularizado la sentencia latina «Mens sana in corpore sano», que en
realidad es la amputación fraudulenta de una frase de Juvenal cuyo
sentido verdadero es casi una refutación del sentido falso que se le
atribuye: «Orandum est ut sit mens sana in corpore sano»; lo cual no
significa que un cuerpo sano implique una mente sana, sino que debemos
rezar para que nos sean concedidos uno y otra. Al mutilar la afirmación
principal de la sentencia, para quedarse con la cláusula subordinada, el
poder que Juvenal atribuye a la oración ha quedado referido en el habla
coloquial al deporte.
Esto nos llevaría a considerar el deporte como lo que
realmente es en las sociedades decadentes: un sucedáneo religioso
particularmente plebeyo e infantiloide, con multitud de sectas o
capillitas (cada modalidad deportiva), pero con una confesión
mayoritaria, que es el fútbol. Y las Olimpiadas vendrían a ser algo así
como el concilio ecuménico de tal sucedáneo religioso; así, por ejemplo,
se explica que los pelmazos deportivos hablen con reverencia del
«espíritu olímpico», empleando la acuñación a troche y moche, aunque no
venga a cuento, como los pelmazos meapilas hablan del «espíritu del
concilio». Por supuesto, cuando un pelmazo deportivo dice «espíritu
olímpico» es porque te quiere birlar la cartera. Y en España llevamos
mucho, demasiado tiempo, oyendo hablar del «espíritu olímpico», primero
con las Olimpiadas de Barcelona y luego con los sucesivos gatillazos
olímpicos de Madrid; tiempo que los sacamantecas del presupuesto han
empleado para birlarnos, ya no sólo la cartera, sino hasta la cordura y
el sentido común. A mí las candidaturas olímpicas españolas me recuerdan
aquel motivo sangrante de la picaresca clásica, en el que un hidalgo
famélico se metía un palillo entre los dientes y se espolvoreaba de
migas el pecho antes de salir a pasear, para que sus paisanos creyeran
que había comido opíparamente. Madrid es una ciudad con las tripas
horras que sale cada cuatro años a la palestra de la candidatura
olímpica escarbándose los dientes, por fingirse que acaba de pegarse la
gran comilona; y en su modo patético de pavonearse hay algo que provoca
una pudorosa lástima.
Autor: Juan Manuel de Prada
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