sábado, 7 de septiembre de 2013

Espíritu olímpico

A mí las candidaturas olímpicas españolas me recuerdan aquel motivo sangrante de la picaresca clásica.
Y el caso es que las Olimpiadas tienen su gracia. Mientras se celebran, diríase que la gente hubiese padecido una regresión colectiva a la infancia; y así, ocurren cosas la mar de divertidas. Encendidos por un patriotismo como de humorada de Swift, los periódicos conceden sus portadas a un tal García, que acaba de ganar una medalla en esgrima o tiro con arco; y durante unos días, el tal García, que había sobrevivido hasta entonces en el más espeso de los anonimatos, alimentándose con bocadillos de sardinas, es encumbrado a la categoría de héroe nacional, antes de regresar otra vez al olvido (y a los bocadillos de sardinas). Todo este estado de euforia liliputiense que provoca la celebración de unas Olimpiadas no negaremos que tiene su encanto, siempre que no salpique demasiado. Por eso yo soy un firme partidario de que las Olimpiadas se celebren cuanto más lejos mejor, a ser posible en alguna región antípoda del planeta, para que las transmisiones televisivas me pillen todas durmiendo.
En su famoso libro La decadencia de Occidente, Oswald Spengler señalaba que uno de los síntomas más repetidos que presentaban las civilizaciones en su itinerario hacia la ruina era la sustitución de la tensión espiritual por la corpórea; y hallaba en el deporte la expresión máxima de dicha sustitución. Para combatir esta evidencia resaltada por Spengler, se han urdido todo tipo de lucubraciones mentecatas que tratan de presentar el deporte como signo de salud intelectual y moral de los pueblos. Así, por ejemplo, se ha popularizado la sentencia latina «Mens sana in corpore sano», que en realidad es la amputación fraudulenta de una frase de Juvenal cuyo sentido verdadero es casi una refutación del sentido falso que se le atribuye: «Orandum est ut sit mens sana in corpore sano»; lo cual no significa que un cuerpo sano implique una mente sana, sino que debemos rezar para que nos sean concedidos uno y otra. Al mutilar la afirmación principal de la sentencia, para quedarse con la cláusula subordinada, el poder que Juvenal atribuye a la oración ha quedado referido en el habla coloquial al deporte.
Esto nos llevaría a considerar el deporte como lo que realmente es en las sociedades decadentes: un sucedáneo religioso particularmente plebeyo e infantiloide, con multitud de sectas o capillitas (cada modalidad deportiva), pero con una confesión mayoritaria, que es el fútbol. Y las Olimpiadas vendrían a ser algo así como el concilio ecuménico de tal sucedáneo religioso; así, por ejemplo, se explica que los pelmazos deportivos hablen con reverencia del «espíritu olímpico», empleando la acuñación a troche y moche, aunque no venga a cuento, como los pelmazos meapilas hablan del «espíritu del concilio». Por supuesto, cuando un pelmazo deportivo dice «espíritu olímpico» es porque te quiere birlar la cartera. Y en España llevamos mucho, demasiado tiempo, oyendo hablar del «espíritu olímpico», primero con las Olimpiadas de Barcelona y luego con los sucesivos gatillazos olímpicos de Madrid; tiempo que los sacamantecas del presupuesto han empleado para birlarnos, ya no sólo la cartera, sino hasta la cordura y el sentido común. A mí las candidaturas olímpicas españolas me recuerdan aquel motivo sangrante de la picaresca clásica, en el que un hidalgo famélico se metía un palillo entre los dientes y se espolvoreaba de migas el pecho antes de salir a pasear, para que sus paisanos creyeran que había comido opíparamente. Madrid es una ciudad con las tripas horras que sale cada cuatro años a la palestra de la candidatura olímpica escarbándose los dientes, por fingirse que acaba de pegarse la gran comilona; y en su modo patético de pavonearse hay algo que provoca una pudorosa lástima.

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