lunes, 9 de septiembre de 2013

Lloriqueos olímpicos

Un emblema sobrecogedor del grado de alienación y gregarismo que han alcanzado los pueblos nos lo brindaba el otro día la Puerta de Alcalá, con una muchedumbre que lloriqueaba porque la candidatura olímpica de Madrid había vuelto a ser rechazada por los zampones del COI. Contemplando un espectáculo tan pavoroso, uno entiende que el napalm de la propaganda ha destruido por completo nuestras meninges, hasta reducirlas a fosfatina; y que tal destrozo ya no admite otra cura que no sea de orden sobrenatural. Porque esa gente que lloriqueaba en la Puerta de Alcalá lleva muchos años siendo expoliada en sus ahorros, sangrada en sus salarios, despojada de sus pensiones y de sus becas, para financiar esa estúpida candidatura que por enésima vez ha sido rechazada; y lo más trágico es que, mientras vivamos, seguiremos siendo expoliados, sangrados, despojados para pagar la mastodóntica deuda que esa estúpida candidatura ha generado durante más de una década. Y, cuando muramos, exprimidos como el hollejo de una uva tras el paso por el lagar, nuestros descendientes seguirán pagándola, de generación en generación.
 
¿Estúpida candidatura, hemos escrito? Bueno, según para quién. Porque todo ese ingente dineral que se ha dedicado absurdamente a construir pabellones deportivos, saqueando el erario municipal, ha llenado los bolsillos de contratistas, comisionistas y politiquillos, que disparaban con pólvora del rey (o, dicho más exactamente, de sus súbditos). Y, mientras estos pajarracos se llenaban los bolsillos, pegando pelotazos por doquier y llenando Madrid de adefesios arquitectónicos, a los pobres paganos arrasados por el napalm de la propaganda nos repetían sin cesar que la celebración de las Olimpiadas traería la prosperidad a Madrid, y por extensión a España entera. Y así, con este cuento de la lechera, nos han estado vaciando durante más de una década las carteras, para que luego, en el colmo de la alienación y el gregarismo, acudamos a lloriquear a la Puerta de Alcalá. Así se esclaviza a los pueblos.
 
Pero lo peor no es que hayan estado birlándonos la cartera durante más de una década; lo peor no es que hayan llenado Madrid de adefesios arquitectónicos, mientras se forraban de comisiones; lo peor no es que hayan saqueado el erario público, condenando a nuestros descendientes. Lo peor es que, entretanto, nos han convertido en una papilla humana sin arrestos ni pundonor, esterilizada para el esfuerzo vital, que cifra su recuperación económica en la celebración de unas Olimpiadas en Madrid, o en la construcción de un putiferio o timba en Alcorcón, o en otras presuntas bicocas de semejante calaña. Cuando lo cierto es que tales presuntas bicocas están pensadas para que, al mismo tiempo que unos pocos pegan pelotazos, los pueblos se hundan primero en la desidia, abandonando las nobles y laboriosas tareas a las que se dedicaron sus padres, mientras esperan que les llegue la bicoca; y luego, si la bicoca finalmente llega (cosa, por lo demás, improbable), para que los pueblos primeramente hundidos en la desidia —sin ganas ya de labrar la tierra, amasar el pan o forjar el hierro— se consuelen aceptando los trabajos de hormiguero —trabajos de temporada, mal remunerados y degradantes— que las presuntas bicocas generan.
 
Y esto es lo peor de todo: que, a la vez que nos saqueaban sin rebozo, han logrado degradarnos hasta convertirnos en un rebaño genuflexo que aguarda la limosnilla de unas Olimpiadas, un putiferio o una timba. Y que, cuando finalmente la limosnilla no llega, lloriquea y hace pucheritos, desconsolado.
 

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