sábado, 18 de enero de 2014

El motín de Gamonal

Hay quienes afirman que el pueblo nunca actúa por inclinación propia, sino a instancia de pescadores en río revuelto. No creemos que siempre fuera así; pero, desde luego, la utilización sórdida de los anhelos populares para el logro de fines espurios es una constante de la modernidad: en la Revolución Francesa, el pueblo actuó incitado por la burguesía que deseaba disfrutar de los privilegios de la nobleza; y en nuestro motín de Esquilache, el pueblo fue soliviantado por la nobleza contra la burguesía ascendente, personificada en aquel ministro afrancesado que pretendía recortar las capas, para que el pueblo no fuera arrastrándolas por las calles y barriendo todos los gargajos. Esquilache, por cierto, sería después desterrado a Venecia, donde la capa era obligatoria, tanto en invierno como en estío; así pudo comprobar melancólicamente que no importa tanto ponerse o quitarse la capa, sino que nos la pongan o nos la quiten por cojones.
 
Estuvo muy bien que a Esquilache le dieran para el pelo y tuviese que sudar la gota gorda en Venecia, por haberse erigido en sastre paternalista y europeizante; como está formidable que los burgaleses de ese barrio de Gamonal se hayan revuelto contra su Ayuntamiento, que pretendía –con la golosina de montar un bulevar, que es una cosa tan cursi, rancia y afrancesada como recortar las capas– impedir que los vecinos pudieran aparcar sus coches en la calle, obligándolos a comprar o alquilar una plaza en el garaje subterráneo que allí iba a construir un cacique local. Semejante proyecto, en esta España más desmayada de hambre que los pupilos del dómine Cabra es, en verdad, infamante; y merecería que al alcalde de Burgos, como al cacique local, los desterrasen con capa carnavalesca a la Venecia de los canales, donde jamás en su puñetera vida podrían construir un garaje subterráneo. Y a los burgaleses que se han revuelto contra este desafuero les diremos melancólicamente lo mismo que ellos le dijeron a Mío Cid, camino de su destierro: «¡Dios, qué buen vasallo, si hubiese buen señor!».
 
Y aquí llegamos a la gran tragedia de la modernidad, que no es otra sino el pueblo sin señor: sin Señor al que rezar ni señor al que gustosamente obedecer; e inevitablemente condenado a la pringue rebañega (de rebaño; y también de rebañar las migajas), que es el sino fatídico de la masa (o sea, el pueblo desvinculado, idiotizado y reducido a papilla humana) y de la ciudadanía (o sea, la masa igualmente hecha papilla, pero encima tan orgullosa y pimpante). Del mismo modo que la burguesía se aprovechó de los anhelos populares cuando la Revolución Francesa, en este motín de Gamonal enseguida han asomado, para aprovecharse de la protesta de los vecinos burgaleses, los apóstoles de la llamada «democracia real», que son unos tíos encapuchados que se lían a quemar contenedores (al estilo de los embozados que navajeaban en los callejones oscuros, durante el motín de Esquilache) y que enarbolan banderas republicanas, como si la república fuese la purga de Benito de todos nuestros males (y como si no viviéramos ya en una república de facto, con la monarquía más desmonarquizada que uno imaginarse pueda). Pero lo que estos apóstoles de la «democracia real» anhelan no es otra cosa sino la abolición del principio de autoridad, que es el último obstáculo para el desbordamiento del mal; y que, aunque de modo brumoso y cada vez más debilitado, encarna la monarquía, siquiera nominalmente. Lo que estos apóstoles de la llamada «democracia real» anhelan, en fin, es dejar a los burgaleses, que tan buenos vasallos serían, sin señor para los restos; y, como a ellos, a los demás, arrojándonos a un abismo de iniquidad y anomia donde los peores demonios puedan, al fin, campar a sus anchas.
 

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