Hay quienes afirman que el pueblo nunca actúa por
inclinación propia, sino a instancia de pescadores en río revuelto. No
creemos que siempre fuera así; pero, desde luego, la utilización sórdida
de los anhelos populares para el logro de fines espurios es una
constante de la modernidad: en la Revolución Francesa, el pueblo actuó
incitado por la burguesía que deseaba disfrutar de los privilegios de la
nobleza; y en nuestro motín de Esquilache, el pueblo fue soliviantado
por la nobleza contra la burguesía ascendente, personificada en aquel
ministro afrancesado que pretendía recortar las capas, para que el
pueblo no fuera arrastrándolas por las calles y barriendo todos los
gargajos. Esquilache, por cierto, sería después desterrado a Venecia,
donde la capa era obligatoria, tanto en invierno como en estío; así pudo
comprobar melancólicamente que no importa tanto ponerse o quitarse la
capa, sino que nos la pongan o nos la quiten por cojones.
Estuvo muy bien que a Esquilache le dieran para el pelo y
tuviese que sudar la gota gorda en Venecia, por haberse erigido en
sastre paternalista y europeizante; como está formidable que los
burgaleses de ese barrio de Gamonal se hayan revuelto contra su
Ayuntamiento, que pretendía con la golosina de montar un bulevar, que
es una cosa tan cursi, rancia y afrancesada como recortar las capas
impedir que los vecinos pudieran aparcar sus coches en la calle,
obligándolos a comprar o alquilar una plaza en el garaje subterráneo que
allí iba a construir un cacique local. Semejante proyecto, en esta
España más desmayada de hambre que los pupilos del dómine Cabra es, en
verdad, infamante; y merecería que al alcalde de Burgos, como al cacique
local, los desterrasen con capa carnavalesca a la Venecia de los
canales, donde jamás en su puñetera vida podrían construir un garaje
subterráneo. Y a los burgaleses que se han revuelto contra este
desafuero les diremos melancólicamente lo mismo que ellos le dijeron a
Mío Cid, camino de su destierro: «¡Dios, qué buen vasallo, si hubiese
buen señor!».
Y aquí llegamos a la gran tragedia de la modernidad, que
no es otra sino el pueblo sin señor: sin Señor al que rezar ni señor al
que gustosamente obedecer; e inevitablemente condenado a la pringue
rebañega (de rebaño; y también de rebañar las migajas), que es el sino
fatídico de la masa (o sea, el pueblo desvinculado, idiotizado y
reducido a papilla humana) y de la ciudadanía (o sea, la masa igualmente
hecha papilla, pero encima tan orgullosa y pimpante). Del mismo modo
que la burguesía se aprovechó de los anhelos populares cuando la
Revolución Francesa, en este motín de Gamonal enseguida han asomado,
para aprovecharse de la protesta de los vecinos burgaleses, los
apóstoles de la llamada «democracia real», que son unos tíos
encapuchados que se lían a quemar contenedores (al estilo de los
embozados que navajeaban en los callejones oscuros, durante el motín de
Esquilache) y que enarbolan banderas republicanas, como si la república
fuese la purga de Benito de todos nuestros males (y como si no
viviéramos ya en una república de facto, con la monarquía más
desmonarquizada que uno imaginarse pueda). Pero lo que estos apóstoles
de la «democracia real» anhelan no es otra cosa sino la abolición del
principio de autoridad, que es el último obstáculo para el
desbordamiento del mal; y que, aunque de modo brumoso y cada vez más
debilitado, encarna la monarquía, siquiera nominalmente. Lo que estos
apóstoles de la llamada «democracia real» anhelan, en fin, es dejar a
los burgaleses, que tan buenos vasallos serían, sin señor para los
restos; y, como a ellos, a los demás, arrojándonos a un abismo de
iniquidad y anomia donde los peores demonios puedan, al fin, campar a
sus anchas.
Autor: Juan Manuel de Prada
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