Si un extraterrestre versado en leyes penales aterrizase
en nuestra muy democrática España, dispuesto a elucidar el embrollo del
terrorismo etarra, observaría que las víctimas de tal terrorismo gozan
de un protagonismo mediático desmedido e inversamente proporcional al
grado de justicia con que se aplican las leyes penales. Observaría,
también, que la atención que reciben las víctimas del terrorismo es
puramente retórica y sensiblera; y concluiría que tal atención
constituye más bien una maniobra de distracción compasiva, si se
quiere, o sinceramente compungida, pero maniobra de distracción, a fin
de cuentas que permite escamotear el hecho esencial, a saber: que las
leyes penales que se aplican a los terroristas son injustas de raíz.
Nuestro extraterrestre podría llegar incluso a afirmar
que las víctimas del terrorismo deberían tener menos protagonismo que
las víctimas de cualquier otro crimen, puesto que no son víctimas
«finales», sino puramente «instrumentales». Y, en el colmo de la
frialdad, podría comparar la sorpresa que le provoca la atención
retórica recibida por las víctimas del terrorismo con la que le
produciría que los medios de comunicación, al referirse a los atracos a
los bancos, fijaran su atención en los destrozos que los atracadores
causaron en la cerradura de los establecimientos que asaltaron. En esta
atención desenfocada, nuestro extraterrestre olfatearía alguna intención
oculta, incluso si se quiere un acto fallido de nuestra muy democrática
España, que pretende ocultar la verdadera naturaleza de los crímenes
terroristas (hoy considerados de forma más o menos solapada «crímenes
políticos», y por lo tanto veniales). Porque, en efecto, las víctimas de
los etarras no eran para ellos sino cerraduras que, una vez reventadas,
les permitían conseguir lo que buscaban. Los etarras no han destruido
las vidas de sus víctimas como un fin en sí mismo (a diferencia del
violador que destruye la vida de la mujer a la que fuerza, o del asesino
que destruye la vida del hombre que mata), sino que han destruido esas
vidas buscando otro fin más alto (desde su perspectiva) que, por cierto,
han alcanzado. Y tal fin último es destruir el Estado al que han
declarado la guerra, desbaratar su unidad política y sembrar el miedo en
la población. Y a quienes cometen un crimen tan execrable, que tiene
como fin atentar contra la supervivencia de la propia comunidad
política, hay que aplicarles leyes penales especialmente severas.
Nuestro hipotético extraterrestre se maravillaría de que
un hecho tan clamoroso y gigantesco haya sido escamoteado en nuestra muy
democrática España (y todavía más se sorprendería si supiera que muchos
politiquillos que ahora fingen conmiserarse de las víctimas reclamaron
en su día «amnistía» para los etarras, que entonces llamaban «presos
políticos»); y porque se ha escamoteado es por lo que se presta tanta
atención retórica a las víctimas, a la vez que no se les ofrece ninguna
justicia. Si en nuestra muy democrática España se hubiese considerado a
los terroristas como lo que son, criminales de lesa patria, a las
víctimas instrumentales de sus crímenes no habría que prestarles ninguna
atención retórica, porque la justicia, al obrar, las habría resarcido
por el mal que en su día se les infligió. Y no nos andarían dando tanto
la murga con que si se autorizan o se prohíben las reuniones de
terroristas liberados, ni se habría dado el caso de aplicarles o
desaplicarles la doctrina Parot, ni parecidas zarandajas. Y las víctimas
no tendrían que andar mendigando lo que ahora tienen que mendigar. Y
los españoles, en lugar de andar rabiando por las esquinas, podrían
dedicarse piadosamente a rezar por la salvación de las almas de aquellos
criminales, que fueron castigados como merecían.
Autor: Juan Manuel de Prada
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