miércoles, 15 de enero de 2014

Víctimas del terrorismo

Si un extraterrestre versado en leyes penales aterrizase en nuestra muy democrática España, dispuesto a elucidar el embrollo del terrorismo etarra, observaría que las víctimas de tal terrorismo gozan de un protagonismo mediático desmedido e inversamente proporcional al grado de justicia con que se aplican las leyes penales. Observaría, también, que la atención que reciben las víctimas del terrorismo es puramente retórica y sensiblera; y concluiría que tal atención constituye más bien una maniobra de distracción –compasiva, si se quiere, o sinceramente compungida, pero maniobra de distracción, a fin de cuentas– que permite escamotear el hecho esencial, a saber: que las leyes penales que se aplican a los terroristas son injustas de raíz.
 
Nuestro extraterrestre podría llegar incluso a afirmar que las víctimas del terrorismo deberían tener menos protagonismo que las víctimas de cualquier otro crimen, puesto que no son víctimas «finales», sino puramente «instrumentales». Y, en el colmo de la frialdad, podría comparar la sorpresa que le provoca la atención retórica recibida por las víctimas del terrorismo con la que le produciría que los medios de comunicación, al referirse a los atracos a los bancos, fijaran su atención en los destrozos que los atracadores causaron en la cerradura de los establecimientos que asaltaron. En esta atención desenfocada, nuestro extraterrestre olfatearía alguna intención oculta, incluso si se quiere un acto fallido de nuestra muy democrática España, que pretende ocultar la verdadera naturaleza de los crímenes terroristas (hoy considerados de forma más o menos solapada «crímenes políticos», y por lo tanto veniales). Porque, en efecto, las víctimas de los etarras no eran para ellos sino cerraduras que, una vez reventadas, les permitían conseguir lo que buscaban. Los etarras no han destruido las vidas de sus víctimas como un fin en sí mismo (a diferencia del violador que destruye la vida de la mujer a la que fuerza, o del asesino que destruye la vida del hombre que mata), sino que han destruido esas vidas buscando otro fin más alto (desde su perspectiva) que, por cierto, han alcanzado. Y tal fin último es destruir el Estado al que han declarado la guerra, desbaratar su unidad política y sembrar el miedo en la población. Y a quienes cometen un crimen tan execrable, que tiene como fin atentar contra la supervivencia de la propia comunidad política, hay que aplicarles leyes penales especialmente severas.
 
Nuestro hipotético extraterrestre se maravillaría de que un hecho tan clamoroso y gigantesco haya sido escamoteado en nuestra muy democrática España (y todavía más se sorprendería si supiera que muchos politiquillos que ahora fingen conmiserarse de las víctimas reclamaron en su día «amnistía» para los etarras, que entonces llamaban «presos políticos»); y porque se ha escamoteado es por lo que se presta tanta atención retórica a las víctimas, a la vez que no se les ofrece ninguna justicia. Si en nuestra muy democrática España se hubiese considerado a los terroristas como lo que son, criminales de lesa patria, a las víctimas instrumentales de sus crímenes no habría que prestarles ninguna atención retórica, porque la justicia, al obrar, las habría resarcido por el mal que en su día se les infligió. Y no nos andarían dando tanto la murga con que si se autorizan o se prohíben las reuniones de terroristas liberados, ni se habría dado el caso de aplicarles o desaplicarles la doctrina Parot, ni parecidas zarandajas. Y las víctimas no tendrían que andar mendigando lo que ahora tienen que mendigar. Y los españoles, en lugar de andar rabiando por las esquinas, podrían dedicarse piadosamente a rezar por la salvación de las almas de aquellos criminales, que fueron castigados como merecían.
 

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