jueves, 2 de enero de 2014

La subida de la luz

Este folletín de la subida de la luz tiene su miga y su intríngulis, entre trágicos y grotescos. El folletín ha sido tan ameno y bizantino que la gente, aun en medio de su laceria, ha tomado su final desolador (una subida que no se corresponde con la merma, o siquiera congelación, de sus salarios) por desenlace feliz, después de que el archivillano del folletín pretendiera una subida descomunal, lo que además permitió al Gobierno aparecer a modo de paladín, para desfacer el entuerto. Pero este folletín tan bien trazado enseña las costuras, a poco que uno se esfuerce en escrutarlo; basta comprobar que los consejos de administración de las compañías eléctricas son el cementerio de elefantes de nuestros gobernantes. ¿No será que el archivillano y el paladín son en realidad el haz y el envés de la misma moneda?
 
Decía Belloc que en las tiranías antañonas, el Estado se apropiaba de las grandes compañías; mientras que, en las hodiernas, son las grandes compañías las que se apropian del Estado (y, para no quepa ninguna duda, premian a quienes permiten y auspician este latrocinio con poltronas en sus consejos de administración). En las tiranías de ayer, como en las de hoy, descubrimos a la postre un rasgo común y esencial: el triunfo del dinero sobre los gobiernos débiles o corrompidos. Porque la misión de un gobierno fuerte es, precisamente, combatir como un león el poder del dinero, domeñarlo, humillarlo y vencerlo. Para combatir el poder del dinero, nos recordaba Castellani, los pueblos eligieron a un hombre dispuesto incluso al martirio por defender a sus vasallos; y lo encumbraron tan alto, tan alto, que frente a él desaparecían las otras desigualdades, siendo todos –el rico y el pobre, el noble y el villano– iguales ante él. Este fue el origen de la monarquía: para tener encadenado el poder del dinero y lograr que reine la justicia, que es uno de los nombres de Dios, no hay otra salida sino encumbrar a un hombre muy alto, haciéndolo casi Dios, para que haga justicia. Naturalmente, el dinero se las ingenió para conseguir que el monarca fuera perdiendo fuerza para combatirlo; y lo hizo siempre tendiendo golosinas al pueblo, engatusándolo con sucesivos derechos y libertades que, mientras el pueblo se refocilaba y entretenía, permitieron al dinero dedicarse a ejercer la única libertad que le interesaba, que es la libertad desenfrenada para amontonarse en manos de unos pocos. Este es el busilis de la plutocracia, que es la forma vigente de gobierno; y para alcanzar sus objetivos de erosionar el poder del monarca y lograr la libertad desenfrenada del dinero, la plutocracia fue pergeñando sucesivos embelecos (monarquía constitucional, etcétera), hasta llegar a nuestros días, en los que campa por sus fueros, convirtiendo a los gobiernos en marionetas de mojiganga, cuyos miembros sueñan con amueblar los consejos de administración de las grandes empresas.
 
En su apetito inmoderado, el dinero quiere controlar también (¡y sobre todo!) los bienes de primera necesidad, mediante concesiones que los gobiernos débiles les hacen sobre bienes de dominio público. Y el poder del dinero, enseñoreándose de los bienes de dominio público, amenaza con carestías –o con apagones– si no nos avenimos a pagarle de forma desorbitada, arrancándonos si es preciso libras de nuestra propia carne. A los gobiernos débiles sólo les resta intervenir a modo de paladines de chichinabo, impidiendo que, en lugar de libras de carne, la amputación se limite a las niñas de los ojos. Así se logran pueblos ciegos que, en medio de su laceria, respiran aliviados, porque creen ingenuamente que el archivillano del folletín ha salido derrotado.
 

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