Este folletín de la subida de la luz tiene su miga y su
intríngulis, entre trágicos y grotescos. El folletín ha sido tan ameno y
bizantino que la gente, aun en medio de su laceria, ha tomado su final
desolador (una subida que no se corresponde con la merma, o siquiera
congelación, de sus salarios) por desenlace feliz, después de que el
archivillano del folletín pretendiera una subida descomunal, lo que
además permitió al Gobierno aparecer a modo de paladín, para desfacer el
entuerto. Pero este folletín tan bien trazado enseña las costuras, a
poco que uno se esfuerce en escrutarlo; basta comprobar que los consejos
de administración de las compañías eléctricas son el cementerio de
elefantes de nuestros gobernantes. ¿No será que el archivillano y el
paladín son en realidad el haz y el envés de la misma moneda?
Decía Belloc que en las tiranías antañonas, el Estado se
apropiaba de las grandes compañías; mientras que, en las hodiernas, son
las grandes compañías las que se apropian del Estado (y, para no quepa
ninguna duda, premian a quienes permiten y auspician este latrocinio con
poltronas en sus consejos de administración). En las tiranías de ayer,
como en las de hoy, descubrimos a la postre un rasgo común y esencial:
el triunfo del dinero sobre los gobiernos débiles o corrompidos. Porque
la misión de un gobierno fuerte es, precisamente, combatir como un león
el poder del dinero, domeñarlo, humillarlo y vencerlo. Para combatir el
poder del dinero, nos recordaba Castellani, los pueblos eligieron a un
hombre dispuesto incluso al martirio por defender a sus vasallos; y lo
encumbraron tan alto, tan alto, que frente a él desaparecían las otras
desigualdades, siendo todos el rico y el pobre, el noble y el villano
iguales ante él. Este fue el origen de la monarquía: para tener
encadenado el poder del dinero y lograr que reine la justicia, que es
uno de los nombres de Dios, no hay otra salida sino encumbrar a un
hombre muy alto, haciéndolo casi Dios, para que haga justicia.
Naturalmente, el dinero se las ingenió para conseguir que el monarca
fuera perdiendo fuerza para combatirlo; y lo hizo siempre tendiendo
golosinas al pueblo, engatusándolo con sucesivos derechos y libertades
que, mientras el pueblo se refocilaba y entretenía, permitieron al
dinero dedicarse a ejercer la única libertad que le interesaba, que es
la libertad desenfrenada para amontonarse en manos de unos pocos. Este
es el busilis de la plutocracia, que es la forma vigente de gobierno; y
para alcanzar sus objetivos de erosionar el poder del monarca y lograr
la libertad desenfrenada del dinero, la plutocracia fue pergeñando
sucesivos embelecos (monarquía constitucional, etcétera), hasta llegar a
nuestros días, en los que campa por sus fueros, convirtiendo a los
gobiernos en marionetas de mojiganga, cuyos miembros sueñan con amueblar
los consejos de administración de las grandes empresas.
En su apetito inmoderado, el dinero quiere controlar
también (¡y sobre todo!) los bienes de primera necesidad, mediante
concesiones que los gobiernos débiles les hacen sobre bienes de dominio
público. Y el poder del dinero, enseñoreándose de los bienes de dominio
público, amenaza con carestías o con apagones si no nos avenimos a
pagarle de forma desorbitada, arrancándonos si es preciso libras de
nuestra propia carne. A los gobiernos débiles sólo les resta intervenir a
modo de paladines de chichinabo, impidiendo que, en lugar de libras de
carne, la amputación se limite a las niñas de los ojos. Así se logran
pueblos ciegos que, en medio de su laceria, respiran aliviados, porque
creen ingenuamente que el archivillano del folletín ha salido derrotado.
Autor: Juan Manuel de Prada
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