La rebatiña que han montado los partidarios del aborto
libre por plazos y los partidarios del aborto libre por supuestos
también tiene su miga. «Con este anteproyecto se volverá al consenso del
85», se afirma desde el Gobierno; y, desde la oposición, sostienen que
el anteproyecto nace «sin consenso», o que quiebra el existente. Y todo
este tiberio por un quítame allá esos plazos o supuestos, porque en lo
sustantivo el consenso político se mantiene inalterado: aborto libre
(esto es, impune) en la ley vigente, al menos en la práctica; y aborto
libre en el anteproyecto, tanto en la teoría como en la práctica, pues
especifica que ninguna mujer que aborte podrá ser castigada.
Entonces, si en lo esencial están tan de acuerdo como los
ventrículos y aurículas de un mismo corazón podrido, ¿a qué viene esta
rebatiña? Nos lo explica la propia razón de ser del consenso político,
que no es otra sino destruir el consenso social. Un orden político sano
tiene como misión garantizar el mantenimiento de ese consenso social;
del mismo modo que un orden político enfermo tiene el empeño de
destruirlo, para que la propia sociedad se desintegre. De esta
desintegración social, lograda a través del consenso político, es de
donde saca su pujanza la partitocracia, como el moho saca su vigor del
alimento putrefacto. La primera condición para que exista consenso
político es que se borre de las conciencias la noción de bien común,
sustituida por la más utilitarista del «interés general», que en el
fondo es el interés real o presunto de las mayorías. El siguiente paso
consiste en falsificar la realidad, de tal modo que el interés de las
mayorías sea sustituido por los intereses oligárquicos de los partidos
que las representan: para ello, el consenso político recolecta las
opiniones más variopintas de esa sociedad destruida que ha extraviado el
sentido de bien común como el doctor Frankenstein recolectaba miembros
de los más diversos cadáveres para fabricar su monstruo y, a través de
engaños y manipulaciones, elaborará una síntesis caprichosa y la
presentará como opinión canónica ¡opinión pública!, erigiéndola en
pensamiento único que, por supuesto, admitirá discrepancias menores (en
la cuestión del aborto, por ejemplo, se dejará que la gente dispute con
el Macguffin de los plazos y los supuestos), para que la discusión sobre
esos matices, convertida en gatuperio aturdidor, degenere en
demogresca. Así se matan dos pájaros de un tiro: por un lado, se logra
que el meollo del consenso político cuyo fin último es el control
oligárquico del poder, y su reparto por turnos o parcelas permanezca
intacto, pues la riña de gatos se mantiene siempre en terrenos
suburbiales; por otro, se consigue que los últimos vestigios del
consenso social sean reducidos a fosfatina, de tal modo que la
convivencia social degenere en mera coexistencia desconfiada, para mayor
esplendor del moho que la parasita.
Para comprobar que el fruto del consenso político no es
otro sino la destrucción del consenso social podemos comparar las
reacciones de los católicos a la ley del aborto de 1985 y a este
anteproyecto, que recupera su marchoso consenso ochentero. En 1985, el
catolicismo español todavía terne, aunque ya había sido desplazado a un
gueto se opuso sin fisuras a la ley, porque todavía el consenso
político no había logrado destruir su consenso social, ni tampoco
ofuscar su comprensión de la doctrina. Treinta años después, el
catolicismo español, reducido ya a fosfatina y con la doctrina más
olvidada que el catecismo de Ripalda, aplaude mayoritariamente (¡y según
quiénes, hasta con las orejas!) este anteproyecto de ley, permitiéndose
incluso tildar de integristas a los sectores residuales que lo
rechazan. Tomad y comed los frutos del consenso.
Autor: Juan Manuel de Prada
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