sábado, 22 de febrero de 2014

Los filántropos

Frontera España-Marruecos
Las carroñerías que hemos padecido esta semana, después de que quince negros muriesen ahogados cerca de Ceuta, nos permiten reflexionar sobre una de las pestes más hediondas del mundo moderno, gangrena que corrompe –envuelta en un disfraz acarameladito–el pensamiento político, el comportamiento social y hasta la fe religiosa de los pueblos (o las escasas trazas que de ella restan), convirtiéndola en un desalado –sin sal y sin alas– activismo contra la «estadística de la pobreza». Nos estamos refiriendo, claro está, a la filantropía, que es la caricatura aberrante de la caridad, y a la vez su antípoda: pues, mientras la caridad ama a las personas, la filantropía ama una idea, una vaga entelequia llamada Humanidad (¡y la mayúscula que no falte!). 
 
La mejor definición de filantropía nos la ofrece Dostoievski en Los hermanos Karamazov, en boca de un personaje filantrópico: «Amo a la Humanidad; pero, para gran sorpresa mía, cuanto más amo a la Humanidad en general, menos amo a la gente en particular». De esta filantropía hemos tenido estos días ejemplos a porrillo: bastaba prender el televisor para que enseguida se nos viniese encima un politiquillo o tertuliano, deplorando la muerte de esos quince «inmigrantes subsaharianos» en esa jerigonza tertulianesa, entre relamidita e insidiosa, que tantas arcadas provoca en cualquier amante de la lengua cervantina. Mientras los escuchaba soltar la lagrimilla filantrópica por unos negros que, si mañana se presentasen a la puerta de su casa reclamando cama y comida, les provocarían un desmayo, me acordé de la parábola del Buen Samaritano y de la lectura clarividente que de ella nos propone Fabrice Hadjadj. Tendemos a pensar que el sacerdote y el levita de la parábola, que ante el cuerpo del viajero desnudo y molido a palos dan un rodeo y pasan de largo, eran unos monstruos de crueldad y egoísmo; pero en realidad eran unos filántropos que corrían a Jerusalén, donde debían participar en una rueda de prensa, o en una comisión parlamentaria, o en una tertulieta televisiva, para pronunciar unas muy líricas declaraciones de amor a la Humanidad y denunciar las asechanzas que sufren los viajeros en los caminos. Pues, como dice el filántropo en Los hermanos Karamazov: «Creo, precisamente, que al prójimo es al que no se puede amar; o, al menos, sólo se le puede amar a distancia». Esto es, distantemente convertido en idea que amueble discursos, prédicas, pancartas, retuiteos, programas televisivos solidarios y demás bazofia que actúa, a modo de anestesia sensiblera, sobre nuestra mala conciencia.
 
Con razón, la filantropía moderna ha querido desterrar la noción de caridad, que si imperase delataría su farsa desencarnada. Porque, del mismo modo que la filantropía se pavonea haciendo del dolor humano una idea general que le sirve para sacar tajada política o solomillo solidario, la caridad se fija en las personas en concreto, puesto que es reflejo del amor divino, que Tocqueville describía así en La democracia en América: «Dios no piensa en el género humano en general. Ve separadamente a todos los hombres, y percibe a cada uno de ellos con los parecidos que lo acercan a todos y con las diferencias que lo separan. Dios no tiene, por tanto, ninguna necesidad de ideas generales; es decir, nunca siente la necesidad de encerrar un gran número de objetos análogos bajo una misma forma a fin de pensar en ellos más cómodamente».
 
A toda la caterva que ha utilizado a esos quince negros ahogados como muletilla de sus muy filantrópicas ideas habría que condenarlos caritativamente a que hospeden un negro, un solo negro, en su casa. Por filántropos, por hipocritones, por carroñeros.
 

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