Ahora que no tenemos a un Julio Camba que rescate en la
vejez sus artículos de juventud, para pasarlos de nuevo por la sartén de
la prensa; ahora que no tenemos a un Valle-Inclán que intercale en sus
novelas los cuentos que previamente había publicado en las revistas de
la época; ahora que ni siquiera tenemos a un Emilio Carrere que complete
sus manuscritos repescando capítulos de obras suyas anteriores
la
llama del refrito la mantienen viva los tertulianeses, esos
plusmarquistas del lugarcomunismo, que convierten la vida del teleadicto
en un incesante día de la marmota, refritado de ideas mazorrales,
lobotomizantes y archisabidas. A la vista de los candidatos que las
facciones políticas de mayor ringorrango presentan a las elecciones
europeas, el refrito tertulianés del momento, más repetido que el
retuiteo de un comedor de fabada, consiste en decir: «Es que son unas
elecciones en clave nacional».
El refrito tertulianés esconde, sin embargo, una verdad
como un templo; aunque no, por supuesto, en el sentido mostrenco que los
tertulianeses dan a la frase. Y es que, en efecto, en España el único
modo de confundir y engañar a la gente para que vote en unas elecciones
europeas consiste en urdir un trampantojo que la haga creer que se halla
ante unas elecciones nacionales. Al español cabal, Europa siempre le ha
provocado sarpullidos; pues, aunque no sepa verbalizarlo, intuye que es
una construcción artificiosa urdida para joderle. Y así lo es, en
efecto, en términos históricos: pues Europa se fundó para combatir a
España (y a lo que España defendía) mediante una sucesión de rupturas
que Elías de Tejada enumera muy sintéticamente: la ruptura religiosa de
Lutero; la ruptura ética de Maquiavelo; la ruptura política de Bodino;
la ruptura jurídica de Hobbes; y, por último, la ruptura definitiva que
convierte en realidad palpable la desintegración provocada por las
anteriores, mediante la Paz de Westfalia. Y todas estas rupturas
encontrarían luego una desembocadura común y orgiástica en la Revolución
Francesa. Esta Europa nacida para combatir, domeñar y destruir a España
repele al español con conocimientos de Historia; y al español que no
los tiene, le basta con meditar que, participando en las elecciones
europeas, otorga poderes a una patulea de burócratas con cara de col de
Bruselas para que elaboren un pandemónium de leyes y ordenanzas que
permitan las intromisiones más abusivas en su vida y en su hacienda, así
como en la vida y en la hacienda del Estado español, convertido ya en
un títere (según explícitamente se reconoció en la reforma por la vía
rápida del artículo 153 de lo que, desde entonces, podría llamarse
nuestro Papel Mojado Constitucional).
Nos enseñaba Valéry que «la política es el arte de
consultar a las gentes acerca de lo que nada entienden y de impedirles
que se ocupen de aquello que les concierne». Definición que halla su
prueba irrefutable en las elecciones europeas, donde este embeleco de
expropiación política alcanza su máxima expresión; y es, en efecto, tan
descarnada y voraz esta expropiación, tan lesivo para la soberanía
española y tan adverso a lo que España es (o más bien ha sido) lo que se
cuece en unas elecciones europeas, que las facciones políticas de mayor
ringorrango necesitan disfrazar el despojo «en clave nacional». Así
consiguen que la gente vote pensando ilusamente que, mientras otorga
poderes para la confiscación de sus almas a los burócratas bruselenses,
está haciendo profesión de fe conservadora o progresista. Y así se
cumple aquello que afirmaba Nicolás Gómez Dávila: «El sufragio universal
no pretende que los intereses de la mayoría triunfen, sino que la
mayoría lo crea».
Autor: Juan Manuel de Prada
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