Los Estados Unidos se han puesto otra vez a defecar
bombas en Irak; en lo que actúan con aquella malicia socarrona del ciego
del Lazarillo de Tormes, que después de descalabrar al protagonista
estampándole una jarra de vino se burlaba de él, aplicándole vino en las
heridas y diciéndole con sorna: «¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te
enfermó te sana y da salud». Pues, en efecto, fueron los Estados Unidos
los que enfermaron (e infernaron) Irak, defecando bombas sobre Sadam
Husein hasta destronarlo y liberando a los demonios que él había logrado
encadenar; y defecando bombas pretenden ahora sanar Irak, sin saber (o
tal vez sabiéndolo, como suele ocurrir entre gente proterva) que las
bombas hacen más fuertes a los demonios.
En su libro Las grandes herejías, Hilaire Belloc nos
explica lo que distingue a la secta mahometana de las demás herejías que
han florecido, a modo de hongos ponzoñosos, a lo largo de la historia.
En efecto, todas las herejías nacen con gran pujanza hasta que
sobreviene su gradual declinación, que suele durar un par de siglos, y
posterior deceso, para resucitar después metamorfoseadas (así, por
ejemplo, la herejía calvinista, en la que ya nadie cree, engendró sin
embargo el aislamiento de las almas, el retroceso de la acción social,
la competencia irrestricta y la veneración del dinero que darían lugar
al capitalismo). Pero con el Islam nada de esto ha sucedido, excepto la
primera fase de expansión, de feroz virulencia desde el principio. En
realidad, la secta mahometana ha vivido siempre encerrada en un bucle:
por un lado, enfrentadas entre sí sus diversas facciones; por otro,
anhelante de restaurar el califato y alcanzar la umma (unidad de todos
los mahometanos), imponiendo la sharia y declarando la yihad al
«infiel». En este bucle violento y quimérico (y, al mismo tiempo,
simplicísimo) se ha desenvuelto siempre el Islam, desde su asalto
inicial al Levante cristiano hasta nuestros días; y tal vez ese bucle le
haya prestado el ardor que le ha faltado a las demás herejías,
permitiéndole perdurar sin necesidad de metamorfosearse. Precisamente
una de las pocas fórmulas que se probaron exitosas para detener la
dinámica del bucle mahometano fueron las dictaduras al estilo de Sadam
Husein, que a la vez que mantenían aquietadas a las diversas facciones
mahometanas hacían añicos el sueño quimérico del califato, otorgando
además un trato benigno a los cristianos (en Irak católicos de rito
caldeo) y logrando unos niveles de prosperidad notables para su pueblo
(de los cuales, como cualquier corrupto catalán o andaluz, Sadam Husein
pillaba cacho). Con este remanso de paz logrado por Sadam Husein
acabaron en volandas de la codicia los ataques anglosionistas que
comenzaron hacia 1990 (con la España felipista actuando como penoso
títere) y que se habrían de rematar (con la España aznarí actuando como
orgulloso mamporrero) con una invasión que, bajo la excusa de destruir
unas inexistentes armas de destrucción masiva (variante neocón de la
caza del gamusino), convertiría Irak en un Estado fallido para los
restos, con masacres diarias en las calles y una persecución sin
precedentes de la minoría cristiana, obligada a elegir entre el éxodo y
el martirio.
De los polvos de aquella guerra provocada por los Estados
Unidos (con sus títeres y mamporreros) vienen los lodos que ahora
Estados Unidos viene a remediar del único modo que sabe: defecando
bombas que sólo servirán para extender el incendio de la violencia
mahometana. Todo sea por la sacra auri fames de la que se nos hablaba en
la Eneida, que los neocones mucho más finos en la elección de
metáforas que Virgilio llaman sarcásticamente «defensa de la libertad y
la democracia».
Autor: Juan Manuel de Prada
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