La archiconocida foto de las Azores |
Así titulé, hace 11 años, un artículo publicado en ABC, uno
de los muchos que escribí contra la invasión de Irak. Permítame el
amable lector recuperar algunos de sus pasajes: «Bush y sus
comparsas [...] creían que la escabechina ocasionada en Irak era un
episodio concluso, sin reparar en que su prepotencia y su lujuria bélica
habían despertado la más pavorosa arma de destrucción masiva que
conocieron los siglos. Un arma que hiberna en el pecho de los hombres y
aguarda, a veces durante siglos, el fuego que prenderá su mecha.
[...] A la postre, la guerra de Irak se saldará del siguiente modo: las
tropas americanas y sus aliados o comparsas habrán de retirarse del
territorio ocupado, incapaces de soportar la incesante sangría; los
iraquíes, lejos de constituirse en pacífica democracia (como pretenden
los propagandistas de cuentos de hadas), se enzarzarán en guerras
intestinas por el control del poder, instaurando un caos que nos hará
añorar al sacamantecas Sadam Husein; y el mundo probará, una y otra vez,
el odio de los musulmanes, convertido definitivamente en arma de
destrucción masiva. Todo pecado arrastra una penitencia; y de
este desastre azuzado por paranoicos que ha sido la guerra de Irak no
hemos sino empezado a saborear las consecuencias».
No soy ningún irenista candoroso, ni tampoco ningún embajador del Islam. Pero consideraba aquella guerra una calamidad provocada por motivos de naturaleza muy distinta a los declarados; y consideraba también que una
dictadura como la de Sadam Husein, que a la vez que mantenía aquietado
el peligro islamista protegía a las minorías religiosas (recordemos que
Sadam Husein tenía, incluso, algún ministro cristiano en su gabinete),
era el mejor katéjon (permítaseme el empleo del término paulino, cuyo
sentido último algunos comprenderán) frente a la oleada de odio
anticristiano latente en la región. Tales opiniones eran muy
hostilmente recibidas en los ámbitos en los que yo desarrollaba mi labor
de publicista, mayoritariamente conservadores, que por entonces -como
ahora- estaban acaudillados intelectualmente por 'halcones' poseídos por
esa «lujuria bélica» a la que nos referíamos en aquel artículo (pero
disfrazados de propagandistas de cuentos de hadas, por supuesto). Por
condenar aquella guerra de Irak, denunciar las razones espurias que
guiaban al gobierno americano (así como a sus patéticos comparsas) y
augurar que, tras la caída de Sadam Husein, la región se convertiría en
un polvorín recibí entonces multitud de injurias y difamaciones de
gentes que trataban de intoxicar a sus lectores, haciéndoles creer que
aquella guerra se había declarado para «llevar la libertad» a Irak y
«extender la democracia» (risum teneatis). Pero yo bien sé que
aquellas injurias y difamaciones las dictaba ese rechazo instintivo muy
sagazmente detectado por Leonardo Castellani que los que viven en tiempo
presente (¡y disfrutan de las ventajas y sobornos del tiempo presente!)
sienten hacia el profeta que vive en tiempo futuro, al que desean
empujar hacia la soledad, silenciar y finalmente matar, siquiera
civilmente. Siendo sinceros, aquel designio lo han ido cumpliendo
implacablemente durante todos estos años: negar que estoy cada vez más
arrinconado sería tanto como vivir en un mundo de fantasía.
Siendo
también sinceros, he de reconocer que me lo he ganado a pulso. Lo mismo
que dije para la guerra de Irak lo repetí después para otros conflictos
desatados en Oriente Próximo (la primaverita árabe, ciertas
'intervenciones' desproporcionadas de Israel en la Franja de Gaza, la
guerra de Siria, etcétera), en las que siempre he visto un afán por
enviscar a los musulmanes y convertir la región en un avispero para
satisfacer los intereses del Nuevo Orden Mundial, condenando además a
los cristianos que pueblan estas latitudes al éxodo o al martirio.
El resultado de todos estos episodios, tan aplaudidos por los jenízaros
del mundialismo, están a la vista para cualquier persona no
excesivamente atufada por la propaganda: una consolidación de las
facciones islamistas que promueven la umma (unidad de todos los
mahometanos bajo el fundente de la fe) y persecución a las comunidades
de cristianos, a las que hasta hace poco -bajo regímenes corruptos, no
lo negaremos, pero por ello mismo solo preocupados de mantener en paz el
poder- se toleraba de modo más o menos sincero. Aquel odio de
destrucción masiva que avizorábamos hace más de diez años se extiende
rampante por Oriente Próximo; y, aunque desde la soledad y el
desprestigio las dentelladas de los chacales hieren mucho más, mientras
tenga voz «no he de callar, por más que con el dedo, / ya tocando la
boca, o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo».
Autor: Juan Manuel de Prada
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