Sin duda, uno de los pensadores que más han influido en
nuestra época es Nietzsche; y uno de los conceptos más socorridos y
exitosos de su filosofía es el de übermensch, hombre superior o (como
generalmente se traduce) 'superhombre', que su creador describe así: «El
superhombre ha alcanzado un nivel de existencia en el que la piedad, el
sufrimiento, la tolerancia con los débiles, la supremacía del alma
sobre el cuerpo, la creencia en el más allá ya no le afectan». Se
trata, sin duda, de un concepto engolosinador y fascinante: el hombre
convertido en una suerte de diosecillo presuntuoso, sin ataduras ni
servidumbres, capaz de establecer sus propias normas de conducta y su
propio sistema de valores, determinando que lo bueno es aquello que
procede de su voluntad de poder.
La idolatría que Nietzsche
profesaba a la voluntad de poder resulta mucho más comprensible si
estudiamos su biografía. Resulta, en verdad, pasmoso descubrir que
Nietzsche fue toda su vida un pelagatos, por más que gallease en sus
cartas o en sus relaciones amorosas (casi siempre traumáticas e
insatisfactorias, por cierto). Presumía de ser descendiente de
un príncipe polaco; pero la dura realidad es que toda su vida fue un
menesteroso profesor de griego, mezquinamente pagado por el gobierno
alemán, al que detestaba. ¿Cabe forma de humillación más aplastante que
creerte un superhombre, dotado de una omnímoda voluntad de poder, y
tener sin embargo que depender para la subsistencia de un sueldo exiguo
que te procuran las personas a las que más desprecias? No debe
extrañarnos que este fortísimo contraste entre la realidad y el deseo
acabase haciendo añicos la cordura de Nietzsche y convirtiéndolo en una
piltrafa; pues debe resultar, en efecto, muy duro mantener el equilibrio
cuando la realidad se empeña en refutar sistemáticamente tus
postulados. Esta es la razón última por la que todas las ideologías son
dementes: porque tratan de negar la realidad, haciendo de sus
abstracciones petulantes y eufóricas una realidad alternativa... que
nunca se cumple.
Para imponer la noción de 'superhombre',
Nietzsche necesitaba matar a Dios; y proclamó su muerte con jubiloso
frenesí, consciente de que solo así el hombre podría convertirse en ese
ser superior que crea su propia moral y se convierte en monarca absoluto
de sus pasiones, entregándose a la principal de ellas, que es la pasión
de dominio. Este concepto de 'superhombre' hizo, de inmediato,
fortuna; y todas las ideologías se afanaron en convencer a sus adeptos,
por muy birriosos y débiles mentales que fueran (pero sobre todo si lo
eran), de que una vez fallecido ese arcaico armatoste llamado Dios
podrían ocupar su sitio... salvo que a ese 'superhombre', encumbrado por
la soberbia individualista, empezaron enseguida a darle jarabe de palo;
quiero decir que empezaron a pagarle miserablemente a cambio
de un trabajo extenuador (¡como hacían los cabrones del gobierno alemán
con Nietzsche!), empezaron a coserlo a impuestos, empezaron a
suministrarle entretenimientos plebeyos para que se idiotizase... y
hasta lo convencieron de que no engendrase hijos, haciéndole creer que
era en ejercicio de su voluntad de poder (¡derecho a decidir del
superhombre!), cuando en realidad era para poder coserlo a impuestos más
impunemente y pagarle más miserablemente por su trabajo, pues no
teniendo prole estos atropellos le dolerían menos.
Pero a este
gurruño infrahumano engañado con la milonga nietzscheana había que
ofrecerle algo que, a la vez que lo mantuviese entretenido, le sirviese
como sucedáneo de aquel 'superhombre' que cínicamente le habían
prometido ser y que nunca llegaría a ser, consolándolo en su laceria
(quiero decir, en su vida de mierda). Así se explica el auge
contemporáneo de los 'superhombres' de los tebeos, que han suplantado
tanto lingüísticamente como en el imaginario colectivo al superhombre
nietzscheano, haciendo milagros de chichinabo y lanzando chispas por
doquier, a modo de sucedáneos grotescos y saltimbanquis de Dios. Resulta,
en verdad, hilarante que aquellos pretendidos superhombres
nietzscheanos que mataron a Dios, haciéndose los chulitos, hayan acabado
consolándose de su infrahumanidad aplastada viendo volar pánfilamente
en una pantalla a unos tíos en leotardos. En eso ha terminado el
nihilismo existencial de la modernidad: en infantilismo de quiosco, en
pachanga pop repartida a modo de alfalfa entre las multitudes
idiotizadas, para que se olviden de su condición infrahumana, mientras
les saquean todos sus bienes materiales y espirituales.
Autor: Juan Manuel de Prada
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