En algún artículo anterior, hemos empleado el término paulino «katéjon»
(obstáculo) para referirnos a Bashar Al Assad, el León de Damasco, que
durante estos últimos años ha sido un bastión inexpugnable contra la
extensión de la barbarie islamista. A algunos de mis lectores,
intoxicados por la propaganda anglosionista, les causó gran perplejidad
mi defensa de Al Assad, como en su día les causó estupor mi defensa del
dictador Sadam Hussein. Pero no hay nada oculto que a la postre no haya
de manifestarse; y la perspectiva de los años, a la vez que ha desvelado
las patrañas de los intoxicadores, ha hecho esta defensa mucho más
comprensible: cuando Sadam Hussein gobernaba Irak, había en el país más
de millón y medio de cristianos, protegidos por las leyes del dictador,
que incluso contaba con cristianos entre sus ministros. Hoy puede
decirse sin temor a incurrir en la hipérbole que el cristianismo ha sido
borrado de Irak; y, aunque haya sido la barbarie islamista la firmante
de su defunción, hemos de recordar que durante los años en que Irak
permaneció bajo control directo de Estados Unidos y de sus colonias, la
seguridad de los cristianos iraquíes nunca fue garantizada, hasta el
extremo de que fueron obligados a la diáspora sin que Estados Unidos y
sus colonias parpadeasen, o parpadeando a destiempo, de tal modo que sus
parpadeos más bien parecían guiños de connivencia dirigidos al
islamismo.
En Siria, las leyes de Al Assad protegían a la minoría
cristiana (casi un diez por ciento de la población), permitían la
erección de iglesias y garantizaban el culto. Pese a la intoxicación
anglosionista y a la oscura alianza que nutrió de armas y asesoramiento a
los entonces llamados «rebeldes», Al Assad logró resistir (con la ayuda
de sus aliados, en especial Rusia e Irán) la ofensiva de unas fuerzas
que poco a poco fueron desvelando su verdadero rostro. Frente a los
intoxicadores que lo presentaban como un genocida capaz de exterminar a
los sirios con tal de mantenerse en el poder, Al Assad proclamó su deseo
de morir junto a su pueblo; y ha probado sobradamente que no hablaba a
humo de pajas, manteniendo primero una defensa heroica contra los
«rebeldes» financiados y asesorados por potencias extranjeras, haciendo
frente a las intoxicaciones que pretendieron imputarle el empleo de
armas químicas para justificar una invasión (evitada in extremis gracias
a la oposición de Rusia) y, por último, manteniendo con bravura las
posiciones frente al ataque arrasador de las alimañas del Estado
islámico, que en cambio hicieron añicos las resistencias de las tropas
iraquíes entrenadas por Estados Unidos y sus colonias. Todo ello
mientras sufre en su territorio bombardeos que, con la excusa de atacar
las posiciones del Estado Islámico, han devastado también centros
vitales para la supervivencia del pueblo sirio.
En los últimos meses, la intoxicación ha bajado el
diapasón, presentando a Al Assad como un «mal menor» con el que tal vez
haya que entenderse, mientras se combate al Estado Islámico (aunque sin
renunciar a deponerlo en una etapa posterior); y ya son varios los
países de la región que han restablecido relaciones diplomáticas con el
régimen de Al Assad, que para despedir el año volvió a mostrarse junto a
sus tropas y a compartir su rancho. Hoy ya sabemos que el único pecado
de Al Assad (como del régimen iraní) fue oponerse a la pretensión de
hegemonía económica del anglosionismo; también sabemos que su
mantenimiento en el poder es la única esperanza que resta a las
comunidades cristianas de la región, martirizadas por el islamismo ante
la impasibilidad o connivencia de Estados Unidos y sus colonias. ¡Larga
vida al León de Damasco!
Autor: Juan Manuel de Prada
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