Durante los últimos días, hemos escuchado calificar a los periodistas vilmente asesinados del pasquín Charlie Hebdo
de «mártires de la libertad de expresión». También hemos asistido a un
movimiento de solidaridad póstuma con los asesinados, mediante proclamas
inasumibles del estilo: «Yo soy Charlie Hebdo».
Y, llegados a la culminación del dislate, hemos escuchado defender un
sedicente «derecho a la blasfemia», incluso en medios católicos. Sirva
este artículo para dar voz a quienes no se identifican con este cúmulo
de paparruchas hijas de la debilidad mental.
Allá por septiembre de 2006, Benedicto XVI pronunció un
grandioso discurso en Ratisbona que provocó la cólera de los mahometanos
fanáticos y la censura alevosa y cobarde de la mayoría de mandatarios y
medios de comunicación occidentales. Aquel espectáculo de vileza
infinita era fácilmente explicable: pues en su discurso, Benedicto XVI,
además de condenar las formas de fe patológica que tratan de imponerse
con la violencia, condenaba también el laicismo, esa expresión demente
de la razón que pretende confinar la fe en lo subjetivo, convirtiendo el
ámbito público en un zoco donde la fe puede ser ultrajada y escarnecida
hasta el paroxismo, como expresión de la sacrosanta libertad de
expresión. Esa razón demente es la que ha empujado a la civilización
occidental a la decadencia y promovido los antivalores más pestilentes,
desde el multiculturalismo a la pansexualidad, pasando por supuesto por
la aberración sacrílega; esa razón demente es la que vindica el pasquín Charlie Hebdo,
que además de publicar sátiras provocadoras y gratuitamente ofensivas
contra los musulmanes ha publicado en reiteradas ocasiones caricaturas
aberrantes que blasfeman contra Dios, empezando por una portada que
mostraba a las tres personas de la Santísima Trinidad sodomizándose
entre sí. Escribía Will Durant que una civilización no es conquistada
desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro; y la
basura sacrílega o gratuitamente ofensiva que publicaba el pasquín Charlie Hebdo, como los antivalores pestilentes que defiende, son la mejor expresión de esa deriva autodestructiva.
Debemos condenar este vil asesinato; debemos rezar por la
salvación del alma de esos periodistas que en vida contribuyeron a
envilecer el alma de sus compatriotas; debemos exigir que las alimañas
que los asesinaron sean castigadas como merecen; debemos exigir que la
patología religiosa que inspira a esas alimañas sea erradicada de
Europa. Pero, a la vez, debemos recordar que las religiones fundan las
civilizaciones, que a su vez mueren cuando apostatan de la religión que
las fundó; y también que el laicismo es un delirio de la razón que sólo
logrará que el islamismo erija su culto impío sobre los escombros de la
civilización cristiana. Ocurrió en el norte de África en el siglo VII; y
ocurrirá en Europa en el siglo XXI, a poco que sigamos defendiendo las
aberraciones de las que alardea el pasquín Charlie Hebdo.
Ninguna persona que conserve una brizna de sentido común, así como un
mínimo temor de Dios, puede mostrarse solidaria con tales aberraciones,
que nos han conducido al abismo.
Y no olvidemos que el Gobierno francés –como tantos otros
gobiernos occidentales–, que amparaba la publicación de tales
aberraciones, es el mismo que ha financiado en diversos países (y en
especial en Libia) a los islamistas que han masacrado a miles de
cristianos, mucho menos llorados que los periodistas del pasquín Charlie Hebdo.
Puede parecer ilógico, pero es irreprochablemente lógico: es la lógica
del mal en la que Occidente se ha instalado, mientras espera la llegada
de los bárbaros.
Autor: Juan Manuel de Prada
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