En una estampa devastadora de Madrid de corte a checa, Agustín de Foxá retrata a los diputados en el buffet del
Congreso, después de haberse despellejado en la sesión parlamentaria
que acaba de concluir: «Se trataban todos con el afecto de los actores
después de la función. Como Ricardo Calvo, tras hacer el Tenorio, se iba
a cenar al café Castilla con don Luis Mejía, al que acababa de
atravesar en escena». En esta misma impresión de dramaturgia descarada o
pantomima falsorra abunda Julio Camba: «Cuando los hombres de la
República se incautaron del Estado español se vio bien a las claras que
no querían introducir en él ninguna reforma fundamental, ni muchísimo
menos, y que, si lo deshacían y ponían en pedazos era, sencillamente,
para mejor repartírselo entre unos y otros. Se apoderaron del Estado con
el mismo criterio que hubieran podido apoderarse de un salchichón; y,
ni cortos ni perezosos, procedieron a merendárselo vorazmente, en
presencia del país entero que, siempre cándido y confiado, se decía:
Bueno. Primero habrá que dejarles tomar algunas fuerzas, que bien deben
necesitarlas los pobres, y luego ya empezarán a trabajar...».
La observación de Camba y Foxá sigue vigente: el Tenorio y
don Luis Mejía se siguen estoqueando en escena, para mantener
entretenidas a sus respectivas aficiones; pero, apenas cae el telón,
corren a llenarse la andorga sin mayores remilgos, en amor y compaña,
hasta ventilarse el Estado-salchichón. El último o penúltimo episodio (y
van...) de esta representación archisabida nos lo ofrecen las sucesivas
revisiones del déficit público, que peperos y sociatas esgrimen, a modo
de estoques de pega, para impresionar a sus respectivas aficiones,
siempre cándidas y confiadas, que ni siquiera se detienen a pensar que
el salchichón se lo han zampado entre ambos, con idéntica voracidad; y
que ambos han jugado a escamotear algunas lonchas, en la certeza de que,
cuando se descubra el escamoteo, podrán hacérselo perdonar fácilmente,
aduciendo que el fingido rival hizo lo mismo. Y así, reprochándose sus
respectivos escamoteos, el Tenorio y don Luis Mejía, logran que la
función no se caiga del cartel... y se aseguran el reparto del
salchichón.
Si la política no fuese puro teatro que disfraza el
reparto del salchichón, cuando se descubrió que Zapatero y sus ministros
habían falseado el déficit público, los descubridores del escamoteo
tendrían que haberlos denunciado ante los tribunales, como se haría con
cualquier contable al que se pilla falseando las cuentas de su empresa.
Pero, ¡oh sorpresa!, ¿qué hicieron los descubridores del escamoteo? Pues
tratar a los responsables con el afecto de los actores después de la
función: condecoraron con el collar de la Orden de Isabel la Católica al
galán de la compañía; y a los comparsas con la Gran Cruz de la Orden de
Carlos III. Luego, tras las condecoraciones, empezaron a darnos la
matraca con la «herencia recibida», que siendo una herencia que
previamente habían condecorado no podía ser tan inopinada como
histriónicamente la pintaban; aunque, en puridad, llamar «herencia» a lo
que no es sino un salchichón que cambia de manos sin cambiar su
titularidad solidaria constituye un abuso lingüístico, propio de la
jerga teatral. Ahora se descubre que en el reparto del salchichón
también las comunidades autónomas peperas escamotearon alguna loncha; lo
que, llegado el momento, será recompensado con las debidas
condecoraciones. De momento, el Tenorio y don Juan Mejía seguirán
atravesándose en escena, para diversión de sus respectivas aficiones,
siempre cándidas y confiadas. ¡La función debe continuar!
Autor: Juan Manuel de Prada
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