Vaya por delante que abomino de las conmemoraciones históricas (al menos,
tal como hoy se celebran), pues sólo son una excusa para el fasto inane y
la mamandurria de los «intelectuales» orgánicos. Pero las respectivas
conmemoraciones que en este año han merecido dos acontecimientos
históricos como son la promulgación de la Constitución de Cádiz y la
batalla de las Navas de Tolosa nos sirven para entender un poco mejor el
grado de postración y acabamiento en el que se halla inmersa nuestra
patria. La Constitución de Cádiz fue celebrada con algarabía pomposa; la
batalla de las Navas de Tolosa, por el contrario, ha sido silenciada
concienzudamente, como se silencian las enfermedades vergonzantes o las
taras hereditarias.
En Cádiz, mientras los patriotas se batían con
denuedo contra el invasor francés, los señoritos liberales se juntaron
para promulgar una constitución que consagraba las mismas ideas que
Napoleón trataba de imponernos con la sangre. Para ello, convocaron unas
Cortes fraudulentas, atribuyéndose una representación popular de la que
carecían, y orquestaron una feroz campaña de propaganda que incluyó la
contratación de una «claque» mercenaria que hizo imposibles las
discusiones. De aquel aquelarre rabiosamente antipopular (¡pintado
después como un dechado de democracia por sus turiferarios!), en el que
hombres eximios como Jovellanos no quisieron participar por considerarlo
una pantomima, saldría una constitución que podríamos calificar de
nonata, si no fuera porque vista con perspectiva histórica puede
considerarse el hito inaugural (mojón, más bien) de los muchos males que
a partir de entonces afligirían a nuestra patria: pérdida de las
Españas de Ultramar, asonadas de militarotes liberales, guerras civiles
urdidas para someter a un pueblo que se negaba a aceptar tesis
contrarias a su tradición política, etcétera. Así hasta llegar a
nuestros días, en los que disfrutamos opíparamente de los lodos que
trajeron aquellos polvos gaditanos en los nacionalismos vasco y catalán,
incomprensibles sin el concepto de «autoridad soberana» emanado de las
constituciones liberales.
En las Navas de Tolosa, los diversos reinos
hispánicos se coaligaron para batallar contra el invasor almohade,
atendiendo el llamamiento a la cruzada realizado por el Papa Inocencio
III. A este llamamiento acudieron con sus huestes los reyes de Castilla,
Aragón y Navarra, acudieron las tropas señoriales, las mesnadas
concejiles y las órdenes militares, que solicitaron batallar en
vanguardia, junto al vasco Diego López de Haro. Aquella sí fue una
empresa colectiva, en la que el pueblo combatió al lado de sus reyes y
señores (muy distinta de la traición urdida de espaldas al pueblo por
los liberales en Cádiz), que dieron ejemplo de arrojo y valentía,
encabezando la carga contra la morisma al grito de «¡Aquí se viene a
morir!». En las Navas de Tolosa, donde las tropas almohades duplicaban
en número al ejército cristiano, los invasores fueron sin embargo
expulsados. Aquella sangre derramada de cristianas venas nos libró de un
destino de esclavitud oprobiosa; y fue, seguramente, la batalla más
decisiva de nuestra Reconquista.
Hoy aquella empresa colectiva en la que nuestros
antepasados repelieron el avance musulmán es silenciada por los mismos
que conmemoran con alborozo las cortes de Cádiz, donde cuatro señoritos
vendieron la primogenitura de España por un plato de lentejas
revolucionarias. Es lógico que así sea: la España reducida a papilla que
no se atreve a conmemorar aquella batalla de las Navas de Tolosa
tampoco sería capaz de librarla.
Autor: Juan Manuel de Prada
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