Me
comentaba el otro día un amigo barcelonés que lo más significativo de
la manifestación multitudinaria que se celebró en la pasada Diada,
reclamando la independencia de Cataluña, era la participación de gentes
que hasta hace poco habían permanecido ajenas a las vindicaciones
nacionalistas, clases medias del barrio del Ensanche que acudían en
familia a la manifestación, portando globos y «esteladas», como quien
acude a una fiesta cívica. La desafección a España ha crecido en
Cataluña hasta anegar capas de la sociedad que tradicionalmente
contemplaban los escarceos nacionalistas con desinterés o aburrido
desapego; y esta realidad creciente parece haberse incrementado con el
deterioro institucional provocado por la crisis económica. Durante años,
las tensiones separatistas que afloraban en Cataluña se interpretaban
en el resto de España como añagazas de los políticos catalanes que,
exaltando los factores diferenciales, lograban distraer la atención
popular de su gestión aproximadamente desastrosa; pero cada vez son más
los catalanes que, con independencia de la opinión que les merezcan sus
dirigentes, desean separarse de España; y esto ocurre, paradójicamente,
cuando Cataluña ha reclamado ayuda económica al Estado español.
Es la consecuencia natural de muchos años de
demogresca. La casta política descubrió que el mejor modo de mantener su
hegemonía consistía en azuzar las diferencias ideológicas entre los
españoles; y que, cuanto más se azuzasen tales diferencias, más se
anestesiaría en la sociedad el ímpetu necesario para abordar las
empresas que requieren el concurso de la unidad. Una España separada en
banderías ideológicas, incapaz de lograr el entendimiento aún en las
cuestiones que afectaban a su propia supervivencia, era una España
impotente al esfuerzo vital que tendría que cifrar toda esperanza de
salvación en la acción de su casta política, encargada de «representar»
(en el doble sentido de la palabra) tales diferencias, que en aquellas
regiones españolas donde tenían arraigo las tesis separatistas
alcanzaban una expresión paroxística. La execración de España desde
Cataluña (y, también, la execración de Cataluña desde el resto de
España) se ha convertido, durante décadas, en una opípara fuente de
demogresca cuyas consecuencias padecemos ahora, sin vislumbre de
solución.
En la contención del separatismo se suelen
mencionar dos diques (la Constitución y la Unión Europea) que en
realidad son sus más seguros acicates. En la calculada ambigüedad de la
Constitución se halla el comienzo de un proceso disgregador que, desde
su promulgación, no ha hecho sino exacerbarse; y las sucesivas
interpretaciones que se han hecho de tal ambigüedad calculada (desde el
infausto «café para todos», que igualó a regiones sin tradición foral
con regiones como Cataluña que eran «realidades biológicas» con entidad
histórica, a las crecientes cesiones de competencias que han ido
adelgazando el papel vertebrador del Estado) no han hecho sino agravar
este proceso. La mención de la Unión Europea como dique frente al
separatismo es incluso más irrisoria; pues ha sido, precisamente, el
ingreso en la Unión Europea lo que ha debilitado todavía más la
conciencia de pertenencia a España entre los catalanes, que se sienten
más cómodamente instalados en una organización supranacional que
difumina las fronteras y reparte subvenciones entre sus Estados
miembros. Mencionar la Constitución y la Unión Europea como diques de
contención frente al separatismo catalán resulta tan temerario como
mencionar la soga y el cuchillo como diques de contención frente al
suicidio.
Autor: Juan Manuel de Prada
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