«Nos
estáis matando a todos. Esto es sólo carnicería social», rezaba la
pancarta de Marcello di Finizio, el hostelero de Trieste que puso a
prueba sus dotes de funámbulo sobre la cúpula de la basílica de San
Pedro. La expresión «carnicería social» es afortunada, aunque más
apropiado sería hablar de charcutería, porque la matanza la están
haciendo sobre una sociedad hecha papilla, de carnes blandas e
invertebradas, una sociedad sin fibra ni resistencia, que si la pinchan
sangra; pero a la que le falta la energía vital para convertir ese dolor
en acicate moral. Aquella quimera llamada pomposamente Estado de
Bienestar, con su olimpiada de derechos, era el trampantojo que infundió
en la sociedad la creencia desquiciada de que se puede vivir sin mirar
al cielo y sin abrazar al prójimo; y derrumbado ese trampantojo, la
sociedad desvinculada y amorfa se queda sin otro horizonte que el
resentimiento. Enrique Jardiel Poncela lo vislumbró proféticamente en el
prólogo de su novela La tournée de Dios:
-La Humanidad, descentrada, puesta de espaldas a
todas las cualidades espirituales, desdeñosa de lo estimulante y de lo
consolador, y enfrentada con todos los materialismos perturbadores y
entristecedores, ha perdido la perspicacia de ver dentro de sí, no sabe a
qué achacar su mal sabor de boca y se revuelve contra esto y contra
aquello, sedienta de venganza y convencida de que debe de haber alguien o algo
culpable de que ella no se encuentre a gusto. Esta indignación es para
la Humanidad un goce, porque para un miserable siempre es un placer el
poder injuriar. Y la Humanidad recurre a esa indignación para hacerse la
vida soportable.
Mientras el trampantojo duró, esta indignación
sin consuelo se anestesió con un festín de «derechos». Jardiel lo
señalaba en aquel prólogo genial: «La palabra derecho
sale de todas las bocas: Yo tengo derecho. -¿Con qué derecho?.
-Defiendo mis derechos. -¡No hay derecho!. -Estoy en mi derecho».
Pero el festín de «derechos» degeneró inevitablemente en demogresca, que
es ese estado en el que todo el mundo se aborrece y murmura y calumnia,
y cada individuo se atrinchera en sí mismo, para poder descargar su
odio sobre los demás. «A derecha e izquierda -proseguía Jardiel-
encuentra uno gentes que desdeñan lo que han logrado, que desean lo que
no tienen y que, en el fondo, querrían que nadie tuviese nada». Esta es
la verdadera «carnicería social» que nos aflige: un descontento y
malestar crecientes que se expresa de las formas más variopintas, desde
la flojera y pesadumbre de vivir hasta el vandalismo más feroz; y sobre
esta carnicería social previa, lograda en época de vacas gordas, hacen
ahora picadillo, en época de vacas flacas. Pero si ahora pueden hacer
picadillo con nosotros es porque antes dejamos que nos engolosinaran con
todos los materialismos perturbadores y entristecedores que nos
descentraron y pusieron de espaldas a todas las cualidades espirituales.
Derrumbado el trampantojo, a la sociedad desvinculada y amorfa no le
queda más que un odio desnortado, sediento de encontrar culpables: unos,
como ese mozalbete mallorquín que coleccionaba explosivos, tratan de
desaguarlo poniendo bombas; otros, reclamando la independencia.
Es la tragedia de una sociedad que se ha quedado
sin Dios y sin prójimo, la tragedia de una sociedad apóstata, sin fe,
esperanza ni caridad. O, como decía Jardiel: «La humanidad, al sacudirse
el suave yugo del Espíritu, ha caído bajo el yugo implacable del
Destino». Nos están, en efecto, matando a todos; pero antes bebimos
alegremente el veneno que nos emborrachó y ahora nos mata.
Autor: Juan Manuel de Prada
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