Marcelino Menéndez Pelayo |
Resulta,
en verdad, muy ilustrativo del estado de postración y acabamiento en
que nos hallamos el displicente desdén con que se ha conmemorado el
centenario de la muerte de don Marcelino Menéndez Pelayo, en una época
tan propensa a las conmemoraciones hueras, chirles y hebenes. Y es que
el gran polígrafo santanderino encarna casi todas las ideas de las que
nuestra época reniega; y renegando de ellas morirá, después de que le
den la extremaunción (o más bien los exorcismos).
Lo más trágico del asunto es que morirá,
precisamente, por haber renegado de tales ideas; en lo que, al menos,
nadie podrá decir que nuestra época no concedió libertad para
suicidarse, lo mismo a las naciones que a las personas. En el epílogo de
sus Heterodoxos, Menéndez
Pelayo -en célebre frase que pone de los nervios a nuestra época-,
después de afirmar una evidencia (a saber, que la fe católica ha sido lo
que ha dado ser y sustancia a España a lo largo de los siglos),
vaticina que el día en que España vuelva la espalda a esa fe que la
constituye no le restará otra suerte sino disgregarse en mezquinos
reinos de taifas, a la greña entre sí, para regocijo de carroñeros
foráneos prestos a la rapiña. El vaticinio de Menéndez Pelayo ya se está
cumpliendo ante nuestros ojos; aunque, por supuesto, nos moriremos sin
reconocerlo, como les ocurre a quienes padecen una enfermedad
vergonzante.
Escribió Belloc, en la misma línea que Menéndez
Pelayo, que las civilizaciones las fundan las religiones; y que, cuando
las religiones se debilitan y oscurecen, las civilizaciones claudican,
se desintegran y fenecen. Y es que la religión, en efecto, enseña al
hombre cuál es su misión en la tierra, que no es otra sino la de estar
ligado, unido en abrazo con otros hombres, y recogido amorosamente en el
seno divino. Todo cuanto ha sido creado ha nacido con una vocación de
unidad, desde los ángeles hasta los átomos; nada subsiste separado o
desgajado de sus semejantes. Y, cumpliendo esa vocación para la que
hemos nacido, nos ligamos con nuestros semejantes, en matrimonio o en
comunidad política. Ocurre esto mientras hay religión; porque, faltando
esta, todas las uniones se tornan quebradizas y artificiales, pues les
falta su razón de ser. Cuando no hay una divina paternidad común, toda
fraternidad humana es inútil empeño; y, aunque se disfrace muy
zalameramente de retóricas pomposas, acaba degenerando en querella,
porque sólo la sostiene el interés.
Por supuesto, los hombres se inventan diversos
sucedáneos idolátricos que llenen el hueco dejado por Dios; y fingen que
tales idolillos bastan para mantener su vocación de unidad traicionada.
Pero tales idolillos no hacen sino encizañar más a los hombres, que
acaban como aquellos personajes del cuadro de Goya: hundidos basta el
corvejón en la ciénaga de sus rencillas, mientras se propinan garrotazos
entre sí. Y así, desdiosada, la democracia se convierte en demogresca;
así, desdiosadas, las naciones más grandes se hacen añicos y se tornan
muchas, pequeñas y esclavas; así, desdiosados, los gobernantes se
convierten en máquinas sin alma que acatan los dictados de la avaricia
extranjera; así todo, sucesivamente, se va al garete, entre divisiones y
rebatiñas. Todos los epifenómenos que hoy padecemos, englobados bajo
el marbete eufemístico de «crisis» -económica, institucional, política,
social, etcétera-, no son sino síntomas hormigueantes, tumultuosos e
histéricos de una misma enfermedad, que Menéndez Pelayo resumía
magistralmente en el epílogo de sus Heterodoxos.
Autor: Juan Manuel de Prada
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