El
hombre bajito, para impresionar a las mujeres de tronío, se pone de
puntillas y echa enseguida mano a la cartera; y así, mal que bien,
disimula su complejo. Lo que a los hombres bajitos les ocurre con las
mujeres de tronío les ocurre a nuestros gerifaltes autonómicos con
Rusia: hay algo desmesurado, abrumador, inabarcable o ubérrimo en Rusia
-como en las tetas de la estanquera de Amarcord-
que los intimida; y, antes de perecer aplastados por tan soberana
grandeza, se pavonean y funden un pastizal. Le ocurrió hace algunos años
a una legación balear encabezada por el destronado Jaume Matas, que se
fundió el pastizal en un club de alterne moscovita; y le ha ocurrido
ahora al rampante Artur Mas, que -más morigerado que Matas- se ha
fundido el pastizal en un hotelazo de los que quitan el hipo.
Enseguida la prensa enemiga se le ha echado
encima a Mas, afeándole el despilfarro; con intolerable falta de
caridad, dicho sea de paso: pues a un hombre bajito que, por mucho que
se ponga de puntillas, no logra reclamar la atención de las mujeres de
tronío, hay que disculparle ciertos desahogos. Mas viajó a Moscú en
pleno resacón de la juerga soberanista, que tal vez esperara prolongar
reuniéndose con altos mandatarios rusos; pero a Mas los rusos lo han
tratado como tratarían a un jefe de negociado andorrano, y le han
mandado a sus saraos al «presidente en funciones» de la Cámara de
Comercio, a la «viceministra» de Cultura y otras autoridades
subalternas. Los rusos son gente cálida y cordial, de modo que no
debemos entender que el ninguneo dispensado a Mas sea fruto de la
perfidia o la animadversión, sino de la estricta consideración de su
estatura política. Así que Mas, para resarcirse de la humillación, se
alquiló una suite fastuosa en el hotel donde antaño pernoctaba la
«nomenklatura» comunista
regional. Ni todo el oro del mundo puede
hacernos olvidar lo que somos; y Mas, en medio de sus dispendios
faraónicos, habrá rabiado cada noche, en la suite fastuosa de su hotel
moscovita, haciendo memoria de los funcionarios rusos de medio pelo que
han frecuentado su sarao. La tragedia del advenedizo, a la que Proust
tiene dedicadas páginas memorables, es, como la del envidioso, la más
atroz que uno pueda imaginar, pues se funda en una conciencia perpetua
de agravio.
¿Cómo habrá sido la experiencia rusa de Mas? Los
rusos tienen un carácter muy parecido al de los españoles, un carácter a
la vez abrupto y hospitalario, hosco y jacarandoso. Esto es, al menos,
lo que decían los españoles que mejor y más de cerca los conocieron, que
fueron los voluntarios de la División Azul, entre quienes se contaban
por cierto muchos catalanes. A Mas lo imaginamos, de regreso a la suite
de su hotel fastuoso, despotricando contra los rusos, que no se dignaron
enviarle mandatarios de tronío ante los que poder ponerse de puntillas,
y cuyo carácter le recordaría -para más inri- al de los bárbaros
españoles. Y, en sus noches blancas de hombre bajito, tal vez Mas soñase
con una Cataluña anchurosa como Rusia, convertida en un Estado que
funcione al modo milagroso de una central eléctrica, según la
descripción de Camba:
-El Estado coge toda la riqueza nacional, y
mediante un maravilloso sistema de tributos, la distribuye por una
tupida y complicada red administrativa: una red de sueldos, dietas,
gratificaciones, cesantías, gastos de representación, extras,
automóviles, pensiones, retiros, excedencias y ¡qué se yo todavía!
Y, mientras pensaba en la factura del hotel
moscovita, que correría a cargo de la central eléctrica, Mas se sintió
un hombre de Estado. Bajito, pero de Estado.
Autor: Juan Manuel de Prada
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