En
las últimas semanas la crudeza de las circunstancias económicas y la
proliferación desmedida de los desahucios han contribuido a resaltar una
realidad pavorosa y creciente que tanto los gobernantes como los medios
de comunicación prefieren mantener escondida: el suicidio. Las razones
para su ocultamiento, más allá del natural pudor a exhibir la desgracia
ajena, esconden un común fondo farisaico; así, por ejemplo, se suele
argumentar que cuando se visibiliza el suicidio crece el número de
suicidas, como si quitarse la propia vida obedeciera a un impulso
imitativo. Pero nadie se mata por «impulso imitativo», sino en todo caso
por participación en un mismo clima espiritual, al que desde luego han
colaborado gobernantes y medios de comunicación; pero no precisamente
por divulgar las cifras de suicidios, sino por haber alentado ese clima
espiritual que es el humus natural sobre el que los suicidios
proliferan.
Diez personas se suicidaron al día durante 2009;
muy probablemente, tales cifras hayan sido superadas en la actualidad.
Ahora nuestros representantes políticos se han lanzado a «prevenir» el
suicidio, iniciativa que, desde luego, nos parece muy loable, como
también nos parece muy loable -ya lo hemos manifestado en algún artículo
anterior- que se ponga coto a los desahucios; y como nos parecería muy
loable -también lo hemos manifestado repetidamente- que se estableciera
una legislación laboral que proteja a los trabajadores, hoy reducidos a
la condición de mercancía de usar y tirar. Pero todas estas medidas
loables -las que se anuncian y las que no tienen visos de anunciarse-
serán insuficientes, como ocurre siempre que se pone cadalso a las
consecuencias y trono a las causas; pues la causa de que los suicidios
crezcan en España no son los desahucios, ni las condiciones injustas que
rigen las relaciones laborales, sino el clima espiritual al que antes
aludíamos.
Nuestra época gusta de proclamar que las razones
del suicidio son numerosas e indescifrables; se trata, naturalmente, de
una falsedad hipócrita. «Cuando un hombre acaba su vida por mano propia
-escribía Leonardo Castellani-, es porque no encuentra más motivo para
el esfuerzo de vivir. No son situaciones de padecimiento intolerable las
que dan los suicidios; o, mejor dicho, lo que hace intolerable un
padecimiento no es sino una convicción, o bien una falta de convicción
racional. Ningún padecimiento hay intolerable cuando el padeciente cree
firme que un día acabará el sufrir y que todo va a acabar bien. La
cualidad de infinito aplicada al dolor proviene de una disposición de
ánimo llamada desesperación». Y tal disposición de ánimo sólo es
concebible allá donde se concluye que seguir viviendo no merece la pena;
conclusión que es fatalmente consecuente a la convicción de que no
existe otra vida.
La causa última del suicidio es siempre
teológica, por mucho que tratemos de esconderlo entre causas secundarias
(sociales, económicas, psicológicas, etcétera). Y es consecuencia
inevitable del clima de desesperación pagana que en el Occidente
cristiano se infiltró a través de los países protestantes (donde,
tradicionalmente, el suicidio fue mucho más numeroso que en los
católicos), para conquistar después los católicos, cada vez más
descristianados. Aquella proclama de Menandro («Comamos y bebamos, que
mañana moriremos») empieza por hacer estragos entre quienes no tienen
qué comer y beber; y acaba estragando también a quienes comen y beben,
pero se han quedado sin la razón del vivir. Y a matar la razón del
vivir es a lo que sistemáticamente se han dedicado quienes ahora se
proponen, cínicamente, «prevenir» el suicidio.
Autor: Juan Manuel de Prada
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