Decía Chesterton que nuestra época hace la
guerra a la familia porque quiere que sus víctimas sean individuos
aislados, prisioneros de sus apetitos y conveniencias. Y es que, en
efecto, la familia es la única institución que puede verdaderamente
frenar o moderar el ímpetu coercitivo del Estado; cuando la cohesión
familiar pierde fuerza, los gobiernos ganan poder sobre las vidas de la
gente. Por eso el Estado capitalista, proseguía Chesterton, ha destruido
hogares, alentado divorcios y tratado las viejas virtudes domésticas
cada vez con mayor desprecio; por eso ha provocado una lucha mortal y
una competencia hostil entre los sexos; por eso ha sacado a hombres y
mujeres de sus casas en busca de trabajo, forzándolos a organizar su
vida en función de sus aspiraciones de éxito y bienestar material, y no
en función de su familia; por eso ha alentado «un desfile de publicidad y
chillonas novedades que constituyen la muerte de todo lo que nuestros
antepasados llamaban dignidad y modestia»; por eso ha reducido el
matrimonio a un contrato eventual y rescindible, como conviene a una
nueva utopía de hedonismo que preconiza la consecución de la felicidad a
través de la exaltación del deseo personal.
Por su parte, Aldous Huxley (un escritor, en verdad, antípoda de Chesterton), en el prólogo de su novela Un mundo feliz,
escribía: «Dentro de pocos años, las licencias de matrimonio se
expedirán como las licencias para perros, con validez para un periodo de
doce meses, y sin ninguna ley que impida cambiar de perro, o tener más
de un animal a la vez. A medida que la libertad política disminuya, la
libertad sexual tenderá, en compensación, a aumentar. Y el dictador hará
bien en favorecer esta libertad. En colaboración con la libertad de
soñar despiertos bajo la influencia de los narcóticos, del cine y de la
radio, la libertad sexual ayudará a reconciliar a sus súbditos con la
servidumbre que es su destino».
El diagnóstico de Chesterton y Huxley se ha
hecho realidad. Y a la labor de destrucción minuciosa de la institución
familiar se ha seguido, inevitablemente, un colapso social de
consecuencias todavía incalculables, porque toda organización humana que
mina sus fundamentos acaba inexorablemente en la bancarrota (y no nos
referimos tan sólo, por supuesto, a la bancarrota económica). La
familia, institución natural que forma el tejido celular de la sociedad y
garantiza su supervivencia, es el abrigo frente a la intemperie que
hace más fuertes a las personas, mediante una tupida red de afectos e
ideales compartidos; y quienes la combaten o no saben lo que hacen o,
por el contrario, lo saben demasiado bien. En estos tiempos de penuria y
postración los españoles empezamos a comprobar lo que la labor
minuciosa de hostigamiento a la institución familiar nos ha legado (y
tendremos ocasión de comprobarlo más dramáticamente en las próximas
décadas, si la tendencia no se corrige): hogares desbaratados, abortos a
mansalva, el veneno de la discordia infiltrado incluso allí donde la
carne se hace una y la sangre se comparte. Y, en consecuencia, una
sociedad cada vez más escindida, entregada a un arrebato de
automutilación, que a medida que se agotan los cloroformos con que fue
sobornada se descubre a la intemperie, arrojada a un páramo de
desconcierto, impotente para el esfuerzo vital.
Autor: Juan Manuel de Prada
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