El demonio de la perversidad |
Apetito de destrucción
Edgar Allan Poe lo denominó, en un relato célebre, «el demonio de la
perversidad». Con esta designación se refería a un primitivo impulso que
anida en el alma humana, un «móvil sin motivo» que con frecuencia se
muestra como fuerza irresistible. Y lo ejemplificaba del siguiente modo:
«Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos
malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el
peligro. Inexplicablemente, nos quedamos. En lenta graduación, nuestro
malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos
inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, como
el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches.
Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia
una forma mucho más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda,
y, sin embargo, es sólo un pensamiento, aunque temible, de esos que
hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror.
Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la
veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante
aniquilación, por la simple razón de que implica la más espantosa y la
más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la
muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra
imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque
nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos
a él con más ímpetu».
Este «demonio de la perversidad» al que se
refería Poe suele ser acallado en los organismos sanos por un impulso
contrario de preservación. Pero, en circunstancias especialmente
difíciles, vuelve a asomar la garra, presto a lanzar su zarpazo. Ocurre
así en los individuos, y también en las sociedades humanas. En la
historia española, no han sido pocas las ocasiones en que el «demonio de
la perversidad» nos ha empujado al abismo; y sospecho que ahora mismo
nos hallamos ante una de esas ocasiones apremiantes. Existen momentos,
en toda vida humana, en los que el deseo de preservación y el de
aniquilación afrontan desgarrador combate: en los espíritus débiles, tal
combate se resuelve en desistimiento; en los espíritus fuertes, surge
una reacción aguerrida. Pero el «demonio de la perversidad», que actúa
sobre los espíritus débiles obligándolos a claudicar, puede también
actuar sobre los espíritus fuertes, enardeciéndolos con un apetito de
destrucción. Ese apetito de destrucción, característico de todas las
revoluciones, suele disfrazarse de proclamas utópicas; pero basta rascar
su corteza farisaica de aspavientos para que nos muestre su verdadero
rostro: es el rostro del abismo, la «feroz delicia del horror». Decía
Jardiel Poncela que, cuando han perdido la perspicacia para ver dentro
de sí, los hombres pueden convertirse en alimañas sedientas de venganza,
cuya «indignación» no es sino el disfraz bajo el que esconden el placer
de injuriar y destruir.
Signos de este apetito de destrucción los tenemos
por doquier. Los «escraches», ¿qué son, sino un empeño de disfrazar los
más aciagos impulsos de venganza con la máscara de la protesta
ciudadana? En la ofensiva antimonárquica que no vacila en airear los
episodios más escabrosos, ¿subyace solamente un sano afán censorio? Con
las expropiaciones a los bancos autorizadas en Andalucía, ¿de veras no
se desea otra cosa sino combatir «la tragedia de los desahucios»? Detrás
de toda esta irresponsabilidad satisfecha que halaga los más bajos
instintos se agazapa aquel demonio de la perversidad que describía Poe;
más pronto que tarde probaremos sus consecuencias.
Derecha antimonárquica
Entre las expresiones más temibles del «demonio de la perversidad» o impulso
suicida que aqueja a la sociedad española merece especial atención la
fiebre antimonárquica que aqueja a una parte nada exigua de la derecha.
Aunque avivado en los últimos años por episodios funestos que han
salpicado a la Familia Real, este impulso antimonárquico de la derecha
española no es nuevo. Es fácil rastrearlo en ciertas «familias
franquistas», sobre todo entre los falangistas (por influencia
joseantoniana), pero también en lo que podríamos llamar un «franquismo
sociológico» que estima que Juan Carlos traiciona el legado del anterior
Jefe de Estado, instaurando un régimen democrático; o que, aceptando la
instauración de ese régimen democrático, consideran que el Rey, en el
ejercicio de sus responsabilidades, dispensa a la izquierda un trato
deferente, que perciben como una concesión, o incluso como un agravio.
Sin entrar en mayores profundidades, lo cierto es que ambos reproches
son desquiciados: pues ni España habría podido acogerse a otro régimen
que no fuese el democrático, tras la muerte de Franco, sin padecer un
implacable aislamiento internacional; ni el Rey podría mantener su
delicado encaje en una democracia sin tratar de allegar a una izquierda
que siempre se ha confesado republicana, aunque haya hecho, por
conveniencia, profesión renuente y farisaica de fe «juancarlista».
Esta propensión antimonárquica de cierta derecha
se mantendría durante décadas confinada en el ámbito del refunfuño,
mientras en la derecha más monárquica iba palideciendo la adhesión
institucional, sustituida por un pomposo «juancarlismo», que desplazaba
su lealtad desde el plano de los principios al plano de las razones
coyunturales. Este «juancarlismo», cortesano y contemporizador, permitió
a la derecha monárquica hacerse perdonar ante la izquierda,
«juancarlista» por conveniencia. Pero, cuanto más grandilocuentes eran
las declaraciones de fe «juancarlista», más precario se volvía el
soporte doctrinal de la institución. Entretanto, fueron sucediéndose
«novedades» en el seno de la monarquía española: se puso en solfa la
prevalencia del varón; se concertaron matrimonios que rompían con
tradiciones milenarias, etcétera. Todo en un intento de «democratizar»
la institución, como si materia y forma pudieran disociarse alegremente,
como si la forma no configurase y diese sentido a la materia. ¡Ay,
cuántas desgracias nos ha traído el abandono de la filosofía
aristotélica!
Así, poco a poco, en este afán «democratizador»
de la institución ocurrió lo que Donoso Cortés refiere a la
descomposición de la familia: «La familiaridad sacrílega suprimió la
distancia entre los hijos y los padres, echando por el suelo el medianil
de la reverencia». Y, mientras la reverencia a la monarquía se
desdibujaba surgió en los últimos años una derecha orgullosamente
republicana, que ya no era curiosamente una derecha franquista, sino una
derecha de cuño liberal (con razón escribía el mismo Donoso que toda
sociedad que cae bajo la dominación de esta escuela acaba gangrenada),
que entonó con feroz y alegre irresponsabilidad el «Delenda est
monarchia», disfrazando su apetito destructivo con las galas censorias y
regeneradoras; y a su republicanismo insensato se han ido adhiriendo
diversos sectores desnortados de la derecha española que se sienten
agraviados o decepcionados por la institución.
Pero la monarquía es -permítasenos el empleo del
término paulino- un katejon; y removido ese obstáculo no vendrá ninguna
república idílica. Vendrán los monstruos de antaño, que ya afilan sus
uñas y salivan hambrientos.
Autor: Juan Manuel de Prada
2 comentarios:
Publicamos hoy estos dos artículos de opinión de Juan Manuel de Prada, al cual consideramos un referente, más allá de que discrepemos parcialmente de su contenido. No somos maniqueos, ni dogmáticos. Somos republicanos, pero creemos que de estos dos artículos, que van relacionados, se pueden extraer enseñanzas muy útiles. ¡Viva la República Sindical!
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