Alfonso Alonso |
El
portavoz parlamentario del Partido Popular, Alfonso Alonso, reclama a
los españoles «confianza» en las reformas económicas del Gobierno, cuyos
resultados «tardan en llegar». Pero para que alguien despierte
«confianza» es preciso que previamente se la haya ganado; esto es, que
sus acciones previas se hayan probado acertadas, y que desde la
seguridad de sus aciertos previos sus acciones presentes o futuras
susciten una esperanza firme. Confianza puede reclamar el padre a sus
hijos, el esposo a su esposa y, desde luego, el gobernante a sus
gobernados; pero tal confianza se tiene que fundar necesariamente en
hechos previos que avalan su conducta. Lo que el portavoz parlamentario
nos reclama no es «confianza», sino más bien fe, puesto que nos exhorta a
creer en algo que no hemos visto; incluso, si se me permite, nos
reclama una fe de tipo idolátrico que se salte a la torera el
asentimiento racional.
En la fe religiosa se nos demanda que creamos
unas verdades que, aunque no son alcanzables por la fuerza intelectiva
natural, no exigen que reneguemos de ella, abriéndonos a un misterio que
no sólo no repugna a la razón, sino que le permite penetrar el sentido
profundo de las cosas. La confianza que reclama Alonso, en cambio,
participa de las características propias de la fe idolátrica, que exige
renegar de la razón. Porque irracional es, por ejemplo, aceptar que la
reforma laboral mejorará nuestra situación económica. Y no se trata aquí
de subrayar que los datos de la reciente encuesta de población activa
(al igual que las anteriores) lo desmientan; pues aunque a la vista de
tales datos mostrar «confianza» resulte, en verdad, tarea ímproba, al
menos podríamos mantener un «asentimiento racional» si los fundamentos
de tal reforma no repugnasen a la razón. Pero la razón nos enseña que
el trabajo es la causa eficiente primaria de las relaciones económicas; y
pensar que debilitando esta causa eficiente primaria se pueda
robustecer la economía es tan ilógico como pensar que se pueda reparar
el tejado de un edificio excavando sus cimientos y empleando la tierra
que de allí se ha sustraído en la fabricación de tejas. Aun en el caso
improbable de que se lograra reparar el tejado, el edificio entero se
vendría abajo.
Una reforma laboral que fomenta un empleo cada
vez más precario no puede dinamizar la economía. Por un lado, favorece
el despido; por otro, la contratación en condiciones cada vez más
oprobiosas. Como, además, esta «flexibilización del mercado laboral» no
se acompaña de un descenso de los precios ni de un alivio fiscal, lo que
logra es propagar la miseria, no sólo entre los trabajadores despedidos
o contratados en condiciones cada vez más oprobiosas, sino también
entre quienes los contratan y despiden, que tendrán mayores dificultades
para encontrar quiénes consuman sus productos. Cuando esta reforma se
aprobó, fue aplaudida desde sectores empresariales, que creyeron que
disminuyendo los «costes de producción» podrían salir del agujero en que
se hallaban; pero ahora vemos cómo ese agujero no ha hecho sino
agrandarse, pues quien no tiene trabajo, o quien lo retiene de mala
manera, deja de gastar. A la depauperación de las clases medias se
sucede, infaliblemente, el cierre de las empresas. Y entretanto, el
erario público se tiene que destinar a pagar los cada vez más numerosos
subsidios de desempleo y los intereses de una deuda pública
hipertrófica.
No nos reclaman confianza, sino fe idolátrica. La
misma que reclamaban los sacerdotes de Moloch a sus adeptos, mientras
inmolaban a sus hijos en el altar del sacrificio.
Autor: Juan Manuel de Prada
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